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Llevaba en la cabeza un gorro cuadrangular con dorada borla, igual al de los doctores de las universidades inglesas y norteamericanas. El rostro carilleno y lampiño estaba encuadrado por unas melenillas negras y cortas. Los ojos tenían el resguardo de unos cristales con armazón de concha.

Ninguno se había perdido en el viaje; todos estaban: la Moñotieso, famosa cantaora, y su hermana; su señor padre, un veterano del baile clásico que había hecho tronar bajo sus tacones los tablados de todos los cafés cantantes de España; tres protegidos de Luis, graves y cejijuntos, con la mano en la cadera y los ojos entornados, como si no osaran mirarse por no infundirse espanto, y un hombre carilleno, con sotobarba sacerdotal y unos tufos de pelo pegados a las orejas, guardando bajo el brazo una guitarra.

Así llegaron á la casa desde donde habían de ver pasar la procesión, que era la casa de un clérigo llamado don Silvestre Entrambasaguas y de su hermana doña Petronila Entrambasaguas. #El ridículo.# Era don Silvestre un clérigo carilleno, bien cebado, grasiento, avaro, de carácter jovial, algo tonto, mal teólogo y predicador tan campanudo como hueco.

Un gañán sostenía las riendas de la jaca y los demás trabajadores formaban un grupo a corta distancia, contemplando al recién venido con curiosidad y respeto. Era un hombre de mediana estatura, más bien bajo que alto, carilleno, rubio y de miembros cortos y fuertes.

A las nueve, al dirigirse al Casino, vio a la puerta de la calle, en un café del Borne, a su amigo Toni Clapés, el contrabandista. Era un hombretón de rostro afeitado y carilleno, con traje de payés. Parecía un cura del campo vestido de labriego para pasar la noche en Palma.