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Actualizado: 29 de julio de 2025
Tirado sobre la larga silla de reposo había un traje de calle con sus menudos tableados de seda, sus volantitos estrechos y sus largos lazos anudados como al descuido. Los frasquitos de perfumes y los acericos de encaje estaban desordenados en el tocador; y en la ancha jofaina de blanca porcelana, el agua conservaba todavía las blancas espumas y las irisadas burbujas del jabón.
Adornaron las archivoltas con menudos pometados, inscribieron los arcos en vistosos y ámplios recuadros formados de muchas cenefas primorosamente labradas á cincel y punzon: pusieron en las enjutas grandes florones de nueva forma, en que campean y se enroscan sutiles vástagos prendidos á sus bayas, formando postas y ondulosas lazadas sobre fondo de espeso ataurique picado, á modo de culebras que se desnudan de sus escurridizas y pintadas pieles revolviéndose en un tapiz de flores.
Todo le interesaba al mancebo; el vestido que había llevado al baile de la embajada francesa; los menudos accidentes que le habían ocurrido en la cacería de Cotorraso; las escenas que había tenido con su marido, etc. La linda morena seguía el plan de atraer primero su atención, captarse su simpatía a fin de ponerle blando. Clementina llegó a la sala cuando más enfrascados estaban en la charla.
¡Gloria! dije muy quedo. Presente respondió la voz de la joven. Y al mismo tiempo su graciosa cabeza desnuda se inclinó hacia la reja y vi blanquear sus menudos dientes con la misma sonrisa hechicera y burlona que tenía yo dibujada en el alma. Vi lucir sus ojos negros de terciopelo.
En la primera comían el principal y su señora, las niñas, el dependiente más antiguo y algún pariente, como Primitivo Cordero cuando venía a Madrid de su finca de Toledo, donde residía. A la segunda se sentaban los dependientes menudos y los dos hijos, uno de los cuales hacía su aprendizaje en la tienda de blondas de Segundo Cordero. Era un total de diez y siete o diez y ocho bocas.
Belarmino llegaba chapoteando en las charcas, cubierto de lodo, se guarecía en el porche del convento, y allí, encuclillado, como filósofo, dejaba pasar las horas. Oíase el trémolo de un harmonium. El sonido descendía, y luego llegaba a lo largo del silencioso pavimento hasta él, a menudos y leves saltos, como los pájaros cuando caminan por la tierra. Oía los cantos monjiles.
Además, que mis estudios y meditaciones sobre todos los secretos de la madre Naturaleza y mi asídua investigación acerca de los seres más menudos y casi incorpóreos, han aguzado de tal suerte mis sentidos, que veo, toco y oigo lo que por ingénita y grosera rudeza del sentir no notan ni descubren los otros mortales.
Llevaba ya lloviendo un cuarto de luna. Entre el bosque innumerable de menudos y apretados chorros de agua, desde la tierra al cielo, y cuya tupida y abovedada ramazón eran las nubes grises y cárdenas, el tembloroso lamento de las campanas basilicales se extraviaba y desfallecía. Era un domingo, noche ya.
A los dieciséis años, Virginia era una criatura llena de seducciones y de gentileza, con las manos y los pies muy menudos y un cuerpo grácil, que comprendía todos los ritmos y daba vida á todos los disfraces.
Cada vez que fijaba en el suelo uno de sus menudos pies, se espantaban las ranas que entre la hierba se hallaban ocultas, y daban estupendos brincos, zambulléndose en el agua estancada. El ruido que hacía el agua, al chapuzar en ella las ranas, era lo único que interrumpía el maravilloso silencio que reinaba en torno.
Palabra del Dia
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