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En el café, en los círculos todos, se referían maravillosos cuentos, como los de magia. Aquí un pobrete audaz había redondeado colosal ganancia en pocos meses. Allá una idea feliz, engendrando el más pingüe de los negocios, había hecho poderoso al que un año antes era mendigo.

Y últimamente me declaró, con intento que nos fuésemos juntos, el mayor secreto y la más alta industria que cupo en mendigo, y la hicimos entrambos.

Roger se guardó muy bien de obedecer la orden de su señor y recordando las instrucciones de la baronesa, tomó una sola moneda de la escarcela encomendada á su cuidado y se la dió al mendigo, que la recibió murmurando gracias y oraciones.

Sus cuentos no se diferenciaban gran cosa de las historias que él tenía por verdaderas. Pero entre ellos había uno a quien él daba infinitas variantes. El asunto se reducía a un marinero, buena persona, aunque un poco borracho, que se encontraba con un viejo mendigo zarrapastroso y sucio.

Era éste un vejete español que vivía de la caridad pública, y a quien en Lima conocían con el apodo de Ovillitos. El apodo le venía de que en una época entraba de casa en casa vendiendo ovillos de hilo, hasta que un día resolvió cambiar de oficio sentando plaza de mendigo.

El noble se descubrió y deteniendo su caballo á la puerta de la modesta capilla, rogó en alta voz á la Reina de los Cielos que bendijese sus armas y las de sus soldados en la próxima campaña. Una limosna, mis buenos señores, dijo entonces el mendigo, con voz suplicante. Favoreced á este pobre ciego, que hace veinte años no ve la luz del día. ¿Cómo perdisteis la vista, abuelo? preguntó el barón.

La escuela estaba cerrada; por los cristales empolvados se veían los cartelones con letras grandes y los mapas colgados de las paredes. Cerca del caserío de Zalacaín había una viga de madera, de la que colgaba una campana. ¿Para qué sirve esto? preguntó a un mendigo que iba de puerta en puerta. Era para el vigía. Cuando notaba un fogonazo tocaba la campana para avisar a la gente de la parte baja.

¡Y qué versos! agregó mi tío Ramón lleno de buena fe, con el ánimo de cooperar al elogio. ¡No! los versos no han sido nunca gran cosa contestó el doctor con impaciencia. ¡Oh! perdone, doctor, y ¿El Matrero y el Mendigo? agregó mi tía. ¡Pschet! así, así... ¡No! los versos no son su fuerte. Pero los discursos, las proclamas; aquel discurso contra los ministros de Urquiza...

«El mendigo de la pierna se irá al Cielo derechito, con su muleta, y muchos de los ricos que andan por ahí en carretela, irán tan muellemente en ella a pasearse por los infiernos. Yo le pido a Dios que me la más asquerosa de las enfermedades, y... no me quiere hacer caso; siempre tan sana. Paciencia;

En nuestras almas suele entrar cubierto de harapos como un mendigo, se sienta en el rincón más obscuro y allí espera silencioso a que le arrojemos algunos mendrugos de nuestra mesa. ¡Ay del mortal que le niegue esos mendrugos! Más le valiera no haber nacido, dice Jesús en su Evangelio. Más nos valiera a todos no haber nacido.