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Actualizado: 1 de junio de 2025
»Al vernos fuera de casa nos detuvimos medrosos, mirándonos el uno al otro, como perplejos ante nuestro atrevimiento. »Aún me parece estar viendo a Magdalena con su traje de seda blanca, con su cinturón de color azul celeste. »El camino no me era del todo desconocido, porque alguna vez había paseado por él con la familia del doctor.
Es verdad que como una gota de bálsamo á tanta amargura ha salido el Código Penal; pero ¿de qué sirven todos los Códigos del mundo, si por informes reservados, por motivos fútiles, por anónimos traidores se extraña, se destierra sin formación de causa, sin proceso alguno á cualquier honrado vecino? ¿De qué sirve ese Código Penal, de qué sirve la vida si no se tiene seguridad en el hogar, fe en la justicia, y confianza en la tranquilidad de la conciencia? ¿De qué sirve todo ese andamiaje de nombres, todo ese cúmulo de artículos, si la cobarde acusación de un traidor ha de influir en los medrosos oídos del autócrata supremo, más que todos los gritos de la justicia?
Nolo permaneció un instante fuera. Luego, en vez de tomar el camino de la Braña, se salió de la aldea á toda prisa por el extremo opuesto. Buscó el sendero del monte y se emboscó por los castañares que en aquella hora estaban lóbregos y medrosos. El mozo los atravesaba con paso vivo y resuelto, más emboscado aún en sus propios pensamientos y recelos.
Otros cien pasos serían los que anduvieron, cuando, al doblar de una punta, pareció descubierta y patente la misma causa, sin que pudiese ser otra, de aquel horrísono y para ellos espantable ruido, que tan suspensos y medrosos toda la noche los había tenido. Y eran -si no lo has, ¡oh lector!, por pesadumbre y enojo- seis mazos de batán, que con sus alternativos golpes aquel estruendo formaban.
Ramiro sintió impulsos de salir al balcón y lanzar un denuesto contra aquel galancete, rubio como un extranjero, blanco y sonrosado como una hembra. No bien despabilada todavía, la guedeja en desorden, los ojos medrosos de luz, y desperezando, ora un brazo, ora el otro, Beatriz, sentada al borde del lecho, dejábase vestir por sus esclavas y doncellas.
Ya no albergaba a la fiera, como en los tiempos prehistóricos, pero bien podía servir de guarida al hombre. De pronto, Febrer, que permanecía inmóvil, escuchándose a sí mismo, con una quietud semejante a la de los niños medrosos que temen removerse en la cama por no aumentar el misterio que les rodea, se estremeció en su asiento.
Palabra del Dia
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