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El manteo del Magistral las atraía, las arrastraba por la piedra en pos de con un ruido de marejada rítmico y gárrulo. Allí se veía ya mucho cielo; todo azul; enfrente la silueta del Corfín, azulada también.

El millonario miró á su primo con ojos mansos y sin expresión, unos ojos bovinos que parecían pedirle clemencia, al mismo tiempo que se pasaba la mano por la barba borrando el escupitajo del odio. Fué á hablar, pero no pudo. Un fantasma negro que agitaba su manteo como unas alas fúnebres tiraba de él. Era el Padre Paulí. Don José. Vámonos de aquí. ¡A Begoña! ¡A Begoña!

Colgó la penca en un clavo, que estaba con otros de que colgaban cordeles, lazos, cuchillos, escarpias y otras herramientas del oficio. Díjome que por qué no me quitaba el manteo y me sentaba; yo le dije que no lo tenía de costumbre.

Una rasqueta, reposada, tranquila y practicada en aquel sitio de que Sancho se quejaba después del manteo de la venta, es el ultimatum más perfecto que se conoce en el lenguaje de las peticiones.

La capa bohemia se burla de los libros de caja, de la mentalidad del tendero, de la sensibilidad chirle de los malos poetas. La capa bohemia, sobre toda la prosa, sobre todo el horror de las horas vulgares, es el pájaro azul. Es la bella locura del ideal. Ved de cuál gentilísimo linaje aristocrático es el manteo con que cubre su clorosis y sus espaldas desnudas la señorita Bohemia.

Vamos dijo el padre Aliaga tomando su manteo y su sombrero y saliendo sin avisar á nadie, de su celda con Montiño.

Mientras tales pensamientos le atormentaban y consolaban sucesivamente, iba el Magistral por las aceras estrechas y gastadas de las calles tortuosas y poco concurridas de la Encimada; iba con las mejillas encendidas, los ojos humildes, la cabeza un poco torcida, según costumbre, recto el airoso cuerpo, majestuoso y rítmico el paso, flotante el ampuloso manteo, sin la sombra de una mancha.

Se retiró la insinuante Mariquita y siguió Gabriel sus paseos por el claustro, después de apurar el jarrito de leche que todas las mañanas le subía su hermano. A las ocho salía don Luis, el maestro de capilla, siempre con el manteo terciado teatralmente y el sombrero de teja echado atrás como una aureola sobre su enorme cabeza.

Estaban ambos en pie, cerca uno de otro, los dos arrogantes, esbeltos; la ceñida levita de Mesía, correcta, severa, ostentaba su gravedad con no menos dignas y elegantes líneas que el manteo ampuloso, hierático del clérigo, que relucía al sol, cayendo hasta la tierra.

El señor deán, profundamente disgustado, se puso el manteo, cogió la teja de reluciente felpa, y salió diciendo como si el chico pudiese comprenderle: Entre el ábaco y la cornisa: allí está el mal. A los pocos momentos entraban en la iglesia.