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Llovía preguntas sobre Miranda, el cual daba pormenores de todo, esmerándose en divertirla, y entreverando con las explicaciones alguna terneza, que la niña escuchaba sin turbarse, pareciéndole naturalísimo que el esposo mostrase afecto a la esposa, sin que el más leve oscilar de su corpiño delatara la dulce confusión que el amor despierta.

Con él y con el burrero charló un rato antes de subir, y ambos le dieron dos noticias muy malas: que iba a subir el pan y que había bajado mucho la Bolsa, señal lo primero de que no llovía, y lo segundo de que estaba al caer una revolución gorda, todo porque los artistas pedían las ocho horas y los amos no querían darlas.

Las ballenas se doblaban y parecían próximas a estallar con la presión de sus vientrecillos cada vez más redondeados. Al pasar junto a un balcón, hiriólas el frío que entraba por las rendijas. Llovía, y la gente pasaba chapoteando en el fango, con el paraguas calado. ¡Qué bien se estaba allí dentro, en el caliente comedor, ante una mesa tan abundante!

No en balde se afirmaba que Vetusta se distinguía por su acendrado patriotismo, su religiosidad y su afición a los juegos prohibidos. La religiosidad y el patriotismo se explicaban por la historia; la afición al juego por lo mucho que llovía en Vetusta. ¿Qué habían de hacer los socios, si no se podía pasear?

Conque derechos a Inhiesta, y me traéis aquí al fugitivo; yo le tendré a buen recaudo los pocos días que restan hasta que comience el curso en el Seminario. Y, cuidado, Apolonio; nada de amonestaciones ni reprimendas. Eso me toca a . Andando, antes que los fugitivos tomen el tren que pasa mañana por Inhiesta. Partió la cuadrilla, como dispuso la duquesa. Llovía, llovía.

En Amezqueta entraron en la posada próxima al juego de pelota. Llovía, hacía frío y se refugiaron al lado de la lumbre. Había entre los reunidos en la venta un campesino chusco, que se puso a contar historias. El campesino, al entrar otros dos en la cocina, sacó su gran pañuelo a cuadros y comenzó a dar con él en las mesas y en las sillas, como si estuviera espantando moscas.

Rumiando con amargura todo lo dicho, anduvo don Paco sin reparar el camino que llevaba, hasta que le sorprendió la noche, oscura como boca de lobo. Ni luna ni estrellas se veían en el cielo, cubierto de densas nubes. Llovía recio y relampagueaba y tronaba.

Ya no llovía; pero estaba el mezquino retal de cielo que se veía desde allí levantando mucho la cabeza, cargado de nubarrones que pasaban a todo correr por encima del peñón frontero y desaparecían sobre el tejado de la casa.

Llovía una tarde; el cielo plomizo parecía rozar los tejados de las casas; en el salón había una luz difusa de bodega. Tocaban casi a tientas, avanzando las cabezas para leer en la mancha blanca de la partitura.

Además, para la gente menuda, estaba allí el padre San Bernardo, tan poderoso como Dios en todo lo que tocase a Alcira, y único capaz de domar aquel monstruo que desarrollaba sus ondulantes anillos de olas rojizas. Llovía día y noche, y sin embargo, la ciudad, por su animación, parecía estar de fiesta.