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Actualizado: 23 de julio de 2025
El sol era una mancha tenue al remontarse entre telones de bruma. Los árboles lloraban por todas las aristas de sus cortezas. Un trueno rasgó el aire, próximo y ruidoso, como si estallase junto al castillo. Desnoyers vaciló, creyendo haber recibido un puñetazo en el pecho. Los demás hombres permanecieron impasibles, con la indiferencia de la costumbre.
Lo que más le ha consolado ha sido el ver que yo lloraba también, y que mis hijos, al verme llorar a mí, lloraban igualmente. Aquel padre ha sido llorado por quien ni de nombre le conocía, mientras su hija balbuceaba algunas palabras que partían el corazón. ¡Pobre hija!
Los perros, entonces, sintieron más el próximo cambio de dueño, y solos, al pie de la casa dormida, comenzaron a llorar. Lloraban en coro, volcando sus sollozos convulsivos y secos, como masticados, en un aullido de desolación, que la voz cazadora de Prince sostenía, mientras los otros tomaban el sollozo de nuevo. El cachorro ladraba.
Su marido, el señor Cuervo, y sus hijos comían los garbanzos duros, se lavaban sin toalla porque ella había salido con las llaves, como siempre, y no acababa de volver. «¿Cómo había de volver si aquella empecatada de Regenta no se daba a partido, y resistía al hombre irresistible con heroicidad de roca?». El mísero empleado del Banco retorcía el bigotillo engomado y con voz de tiple decía a la muchedumbre de sus hijos que lloraban por la sopa: Silencio, niños, que mamá riñe si se come sin ella.
Corrió a dar la noticia: pronto se inundó el paraje de gente. El caso produjo honda impresión. Las mujeres lloraban y se pasaban al tierno infante de mano en mano prodigándole mil cuidados y caricias. Muchas se ofrecían a adoptarlo y hubo disputa sobre quién había de llevárselo. Enteradas las señoras de la villa y conmovidas, quisieron asimismo recoger al huérfano.
Las voces frenéticas de los monjes, en los coros obscuros, ahogaban en la memoria hasta el último eco del canto de los almuédanos. La cera y el aceite ardían de continuo. Los antiguos alminares lloraban con campanas católicas su remordimiento. Un ensueño de otra vida, un ansia de salvación eterna brillaba en la pupila febriciente de los hidalgos, vestidos casi todos de negro.
Y para mayor abatimiento del demonio y promover la fe en esta Reducción, se dignó Su Majestad de favorecerles con algunos sucesos, al parecer, milagrosos. Entre otros, contaré sólo dos. Estaba una india tan gravemente enferma, que ya sus parientes la lloraban por muerta; llegó la enfermedad á término que ya estaba para espirar.
Entre tanto crecía la carestía, lloraban los pueblos y se podía temer con fundamento que la peste ó la desesperación destruyese aquella ilustrísima iglesia.
¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús! y retorciéndose y desgarrándose los vestidos, Lucía se echó en el suelo, y se arrastró hasta Sol de rodillas, y se mesaba los cabellos con las manos quemadas, y besaba a Juan los pies; a Juan, a quien Pedro Real, para que no cayese, sostenía en su brazo. ¡Para Sol, para Sol, aun después de muerta, todos los cuidados! ¡Todos sobre ella! ¡Todos queriendo darle su vida! ¡El corredor lleno de mujeres que lloraban! ¡A ella, nadie se acercaba a ella!
Pero, antes que se moviese el carro, salió la ventera, su hija y Maritornes a despedirse de don Quijote, fingiendo que lloraban de dolor de su desgracia; a quien don Quijote dijo: -No lloréis, mis buenas señoras, que todas estas desdichas son anexas a los que profesan lo que yo profeso; y si estas calamidades no me acontecieran, no me tuviera yo por famoso caballero andante; porque a los caballeros de poco nombre y fama nunca les suceden semejantes casos, porque no hay en el mundo quien se acuerde dellos.
Palabra del Dia
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