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Actualizado: 17 de mayo de 2025


Cuando no está en los pastos, vésele sentado junto a su puerta, descifrando pacientemente, con una aplicación infantil y conmovedora, uno de esos folletos de color de rosa, azules o amarillos en que están envueltos los frascos de medicina que emplea para los caballos. El pobre diablo no se distrae más que en la lectura, ni tiene más libros que éstos.

La figura de la muchacha, el brillo de sus ojos, las inflexiones cálidas y pastosas de su timbrada voz de contralto, contribuían al sorprendente efecto de la lectura. Al comunicar la chispa eléctrica, Amparo se electrizaba también. Era a la vez sujeto agente y paciente.

Debían ser mozos del cuartón que escogían las inmediaciones de la torre del Pirata para encontrarse arma en mano. Aquello no iba con él; a la mañana siguiente se enteraría de lo ocurrido. Abrió otra vez el libro, intentando distraerse con la lectura; pero a las pocas líneas se levantó de un salto, arrojando sobre la mesa el volumen y la pipa. ¡Auuuú!

La lectura siempre tenía atractivo para ellos porque eran aficionados a la buena literatura y devotísimos de los mejores autores; pero ahora al aire libre, en tan poético paraje y con la excitación placentera que el paseo dado y la perspectiva que el suculento almuerzo les producía, era sin duda doblemente grata.

Desde entonces fue asiduo discípulo de sus cátedras y tertuliano de sus pasillos; mañana, tarde y noche, en todas las horas que las clases le dejaban libre, se encerraba en el clásico establecimiento, centro resplandeciente en aquella época de las ciencias y las letras; ordinariamente pedía un libro y se enfrascaba en la lectura; en poco tiempo se tragó un número considerable de volúmenes, versando casi todos sobre estética y filosofía.

Este es mi testamento y aquí está el acta de mis últimas voluntades. El paquete no está cerrado, puede usted leerlo. ¡Efectivamente! Y leyó: «Este es mi testamento y el acta de mis últimas voluntades. »En la víspera de dejar voluntariamente una vida que el abandono del señor conde de Villanera me ha hecho odiosa...» ¡Desgraciada! dijo el doctor interrumpiendo la lectura. Es la verdad pura.

Era la Vida de Santa Teresa escrita por ella misma, encuadernada con la pasta sólida de filos dorados que caracteriza a los libros religiosos. A medida que se enfrascaba en la lectura, el rostro de la joven se fue serenando más y más, y la profunda arruga de la frente concluyó por desaparecer.

Varias veces intentó reanudar la lectura de la novela que traía entre manos, pero el volumen acababa siempre por caer sobre su mesa, cubierta de papeles administrativos.

Quería ser Petronio, quería ser Fabricio Levrot, el gran cambrioleur, y hubiera querido ser el último personaje singular de la última lectura. Este espíritu impresionable paga caro su diletanttismo morboso, haciendo lamentables estancias en las cárceles de Europa.

Alegre y confiado, Rostand empezó su tarea por acostumbrarse á leer más de prisa, suprimió las acotaciones, abrevió las explicaciones concernientes á la «mise en scène», pero no sacrificó ni un solo verso. Reunido nuevamente el Comité, Mounet-Sully sacó su reloj, del que ni un instante apartó los ojos. Esta vez la lectura de «Les Romanesques» duró una hora justa; la obra fué admitida.

Palabra del Dia

atormentada

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