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Actualizado: 7 de junio de 2025


Quería ser Petronio, quería ser Fabricio Levrot, el gran cambrioleur, y hubiera querido ser el último personaje singular de la última lectura. Este espíritu impresionable paga caro su diletanttismo morboso, haciendo lamentables estancias en las cárceles de Europa.

Y y último, se necesita muchísima habilidad y grande ingenio para que interesen y sean asunto principal de un libro los amores de dos personas harto secundarias, y que acaban por ser muy felices en medio de multitud de catástrofes que debieran interesarnos mucho más: muertes de San Pedro y de San Pablo, suplicios espantosos y variadísimos de cristianos a centenares y trágico fin también de Petronio, de Lucano, de Séneca, del propio Nerón y de otra multitud de sujetos de mucho fuste.

Si alguna inclinación muestra, es aquella que Petronio atribuía con tan enérgicas palabras a las matronas de su tiempo: «Quoedam foeminoe sordibus calent.» A Sotileza, el oculto incentivo que la lleva hacia Muergo, por extraña aberración fisiológica, es la suciedad, la barbarie, el desaseo, la ingénita grosería de aquel semibruto.

La virilidad pareció resumirse entonces en la propia sangre atosigando las vísceras, y el antiguo valor tomó la forma del estoico desdén de todos los males. Era el encantamiento inexplicable de las tiranías. Más de uno repugnado de su propio servilismo, a una simple señal del Monarca, se hubiera abierto impasiblemente las venas, como Séneca o Petronio.

Palabra del Dia

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