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Actualizado: 23 de junio de 2025
La chiquillería del claustro alto, que tanto enfadaba al Vara de plata, sacerdote encargado de la dirección y buen orden de la tribu establecida en los tejados de la catedral, admiraba al pequeño Gabriel como un prodigio. Aún no sabía andar y ya leía de corrido.
Tras el grupo de jefes y escuderos entraron en la población los soldados de Morel, mezclados con multitud de gentes del pueblo en cuyos semblantes se leía el contento que les causaba la llegada de aquellos bizarros defensores.
29 Y el Espíritu dijo a Felipe: Llégate, y júntate a este carro. 30 Y acudiendo Felipe, le oyó que leía al profeta Isaías, y dijo: Pero ¿entiendes lo que lees? 31 Y dijo: ¿Y cómo podré, si alguno no me enseñare? Y rogó a Felipe que subiese, y se sentase con él.
El público aguardaba con impaciencia la catástrofe: cuando le parecía bien, bostezaba; cuando lo creía necesario, sacaba La Correspondencia de España y leía. Había muchas personas que llegaban a desear que el barba cayese pronto bañado en su sangre para escapar a casa y meterse en la cama. En el acto segundo había un monólogo del rey, de inusitadas dimensiones.
Al fondo, en una urna, guardábase el esqueleto auténtico de un pie humano. Sobre la urna se leía: «Osteología del pie.» De cada huesecillo salía un alambre, con una cartela al final.
Con las manos convulsas, tomó de nuevo el periódico que había dejado caer, y leyó la gacetilla por segunda vez, por tercera, por cuarta... Cuanto más la leía, más penetraba en su cerebro, más se aferraba a su espíritu la funesta sospecha. Y sintió un frío extraño que le invadía todo el cuerpo menos la cabeza.
Y como doña Lupe era algo golosa, trajo un día un cucurucho de fresa, bien escondido entre la mantilla; mas no lo puso en la mesa. Concluida la comida, y mientras Nicolás leía La Correspondencia o El Papelito en el comedor, doña Lupe se encerraba en su cuarto para comerse la fresa bien espolvoreada con azúcar.
Si la Marquesa le hubiera exigido algo contrario a sus convicciones de artista no hubiese conseguido más que su dimisión. Era su lenguaje. Leía muchos periódicos antes de convertirlos en cucuruchos.
Sólo contenía estas palabras: «Vuestra Majestad me prometió ayer concederme todo lo que le pidiese; pido gracia para la condesa de Pópoli y su esposo. »Debajo, y escrito por la misma mano del Rey, se leía: «Concedido.
Don Carlos era un libre-pensador que no leía libros de santos, ni de curas, ni de neos, como él decía. Pero San Agustín era una de las pocas excepciones. Le consideraba como filósofo. Ana sintió un impulso irresistible; quiso leer aquel libro inmediatamente.
Palabra del Dia
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