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Bajo el puente giratorio llegaban y partían las lanchas de los acorazados, dejando en los muelles flotantes las tripulaciones libres de servicio, que saludaban con escandaloso griterío el salto á tierra. Permaneció aislado el Mare nostrum mientras los obreros del arsenal instalaban en su popa un cañón de tiro rápido y los aparatos de telegrafía sin hilos.

Poco antes de llegar á Sorel se detuvieron en Dalton, pueblecillo de la costa, donde notó Roger la presencia de una pequeña galera recienllegada, á juzgar por el número de botes y lanchas que la rodeaban para conducir á tierra su cargamento. Á un tiro de ballesta del pueblo había un pequeño edificio, entre mesón y taberna, hacia el cual se dirigieron los dos viajeros.

La Esperanza izó algunas velas y su tripulación dejó los botes para subir á bordo. Los remeros de las lanchas recibieron orden de mantenerse quietos. Todos se despidieron con mucha gritería del capitán é inmediatamente pusieron proa á la ciudad. El sol iba á ocultarse.

Su aspecto es lóbrego y sucio. De las paredes, que no se enjalbegaron hace ya muchos años, penden cadenas, cuadros sombríos y borrosos, una muchedumbre de piernas, brazos, cabezas de cera amarilla y otra mayor aún de barquitos y lanchas que la fe de los marineros o de sus familias han llevado allí en recuerdo de algún peligro milagrosamente evitado.

Como en todos los pueblos de pescadores, en Lúzaro se ven lanchas en los sitios más extraños e inverosímiles: en una calle en cuesta, interceptando el paso; debajo de una tejavana, dentro de la guardilla de una casa. La ría de Lúzaro es pequeña, pero muy romántica; sobre ella se tiende un puente de un solo arco, por donde pasa la carretera de Elguea.

Sin tregua ni descanso trabajaré desde hoy por elevarte, por dignificarte, para sacar de ti el ser inocente y noble que mi cariño me ha dicho siempre que existe. Así habló el caballero de Medina. La joven escucha estas palabras con alegría y sus bellos ojos se nublan de lágrimas. Las lanchas bogaban apresuradamente hacia el puerto envueltas en rojizos resplandores.

Yo me desquité, hablando, hasta que el buque marchó, con los españoles que vinieron á bordo en sus pequeñas lanchas cargadas de naranjas, manzanas, ciruelas y otros deliciosos frutos.

Vimos flotando en el agua multitud de restos y despojos, como masteleros, cofas, lanchas rotas, escotillas, trozos de balconaje, portas, y, por último, avistamos dos infelices marinos que, mal embarcados en un gran palo, eran llevados por las olas, y habrían perecido si los ingleses no corrieran al instante a darles auxilio.

¡Todas! ¡Nunca esta palabra tuvo sonido tan triste y pavoroso! Todas; es decir, todas las lanchas de altura estaban en la mar, y sólo tres habían vuelto al puerto. Corriendo aquellos minutos, que parecían siglos, vióse otra, y luego la quinta, rebasando del promontorio de San Martín. Cada una de ellas fué saludada con un rumor que no puede pintarse con palabras ni con sonidos.

Pues bien: en nuestras lanchas iban españoles e ingleses, aunque era mayor el número de los primeros, y era curioso observar cómo fraternizaban, amparándose unos a otros en el común peligro, sin recordar que el día anterior se mataban en horrenda lucha, más parecidos a fieras que a hombres.