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Actualizado: 9 de mayo de 2025
Don Ciriaco, exagerando un poco, le habló a doña Hortensia de mi familia, de nuestra casa solariega de Lúzaro, de mis antepasados.... Al oír los detalles de nuestro preclaro abolengo, la amabilidad de la bella señora aumentó. Doña Hortensia sentía una extremada debilidad por las preeminencias nobiliarias, y resultó cosa no muy rara entre vascongados, que teníamos un apellido común.
Entonces, pensando en mi hija, quise enterarme de lo que pasaba en Lúzaro, y escribí a mi madre, y ella me comunicó cómo se me había creído muerto y se habían celebrado mis funerales. Mi vida con Ana hubiera sido feliz; pero mi mujer tenía poca salud. Aquella delicada criatura, tan sencilla, tan ingenua, murió en mis brazos después de lenta agonía.
Cuando supe esto, me figuré que, como dice todo el mundo, las mujeres son volubles e ingratas, y pensé que la Shele me había olvidado con la ausencia. Escribí a uno de los amigos de Lúzaro preguntándole lo ocurrido con ella. Meses después pude recoger en Cádiz dos cartas suyas en contestación a la mía.
Estas minas se habían descubierto y comenzado a explotar mientras yo estaba viajando. Dirigía los trabajos un tal Juan Machín, hijo de Lúzaro, a quien se recordaba haber conocido holgazaneando por el pueblo.
Después de muerto le cortaron la cabeza y descuartizaron el tronco, conservándose la calavera en la iglesia de Barquisimeto, encerrada en una jaula de hierro.» Esto es lo que cuenta Cincunegui en sus Recuerdos históricos de Lúzaro, y, poco más o menos, es lo que decía el libro de casa de mi abuela, aunque con muchos más detalles y comentarios.
Todavía no se había fundado el casino de Lúzaro, que, después de una época de pedantería y de esplendor, quedó reducido a una reunión soñolienta de indianos y de marinos retirados. En la relojería me enteré de cuanto pasaba en el pueblo. Casi todos los contertulios eran carlistas y fanáticos; yo no lo era; pero allí pasaba el rato enterándome de las vidas ajenas, y me entretenía.
Le dije que la derrota de mi barco era tan larga, que tendría que estar dos o tres años sin venir a Lúzaro y sin ver a Mary. No me gustaba dejar a la muchacha sola, y a ella, que era su amiga, le pedía consejo, le preguntaba qué debía hacer. Quenoveva me escuchó con gran atención para no perder palabra.
Si se comiera los niños, aquí estarían los huesos, y no hay nada. Es que tiene el estómago fuerte y la picara de ella se los traga. Ahora, Mary, ¿qué hacemos? ¿Quiere usted que vaya a Lúzaro y venga con un paraguas? No; sentémonos. Ya pasará la lluvia. ¿Y qué vamos a hacer? Hablaremos. Nos sentamos en el suelo.
Al decirle su hijo que éramos vascos, levantó los brazos al aire con grandes extremos. ¿De qué pueblo? nos dijo en vascuence. De Lúzaro. ¿Españoles? Sí. Yo soy vasco-francés. Nuestra tierra es muy buena, ¿eh? Yo no digo que la Gironda sea mala, no. Es un país rico; pero la tierra vasca es otra cosa. Luego, mirándome con fijeza, me preguntó: ¿De qué pueblo habéis dicho que sois? De Lúzaro.
Cuando pisé Cádiz, sentí un verdadero placer. Hubiese querido ir a Lúzaro, pero el curso empezaba, y don Ciriaco opinó que no debía perder ni un día de clase. El capitán me presentó en la escuela de San Fernando y me llevó a casa de una señora conocida suya en esta ciudad, para que me tuvieran de huésped.
Palabra del Dia
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