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Actualizado: 23 de junio de 2025


Carmen, sin atender a Narcisa, estaba sintiendo todavía cómo la acariciaba dulcemente la sonrisa serena del marino. En pocas horas cambió Fernando el semblante sombrío de la casa. Cantó, abrió los balcones con estrépito, y una brisa otoñal, odorante y pura, refrescó las habitaciones lóbregas, cerradas por el desuso mucho tiempo.

Durante su enfermedad, cuando la fiebre le acometía, sumiéndole en lóbregas pesadillas, un pensamiento, siempre el mismo, manteníase firme en medio de sus desvaríos imaginativos. Se acordaba de doña Sol. ¿Conocería aquella mujer su desgracia?... Estando aún en la cama se atrevió a preguntar a su apoderado por ella, un día en que quedaron solos. , hombre dijo don José . Se ha acordado de ti.

Un martilleo estridente, un incesante trac-trac del latón aporreado salía de cada una de las covachuelas, cuyas entradas lóbregas, empavesadas con candiles y farolillos, alcuzas y coberteras, todo nuevo, limpio y brillante, recordaban las lorigas de aceradas escamas de los legionarios romanos.

Y, puesto que es de los encantadores, de los magos o mágicos contino dura la condición, áspera y fuerte, la mía es tierna, blanda y amorosa, y amiga de hacer bien a todas gentes. En las cavernas lóbregas de Dite, donde estaba mi alma entretenida en formar ciertos rombos y caráteres, llegó la voz doliente de la bella y sin par Dulcinea del Toboso.

¡Salveumos, pare San Bernat!... ¡Salveumos!... La procesión llegó al río, pasando y repasando el puente del arrabal. Reflejáronse las inquietas llamas en las olas lóbregas del río, cada vez más mugientes y aterradoras. El agua todavía no llegaba al pretil como otras veces. ¡Milagro! Allí estaba San Bernardo que la pondría freno.

Al volverse vió que quien había entrado en su celda no era el bufón, sino el cocinero del rey. Francisco Martínez Montiño venía mojado completamente. Su capa goteaba, ó por mejor decir, chorreaba la lluvia que había empapado sobre la estera de la celda. Era una de esas tardes lóbregas, en que parece que la Naturaleza, sobrecogida por un dolor silencioso, se cubre con un velo y llora.

No tan bella parece la ciudad en su interior, antes bien produce una impresión algo desagradable lo empinado de sus cuestas, lo tortuoso de muchas lóbregas calles, y el mezquino y ruinoso aspecto de sus edificios, entre los cuales descuellan por su solidez y grandes proporciones, ya que no por su artística belleza, la casa de la Comunidad y el Seminario, edificios situados el primero en la antigua plaza de la Marquesa, ahora de la Libertad, y el segundo en la plaza de su nombre dando ya fuera de la ciudad.

Guillermina y Jacinta entraron en la mansión de Ido, que se componía de una salita angosta y de dos alcobas interiores más oprimidas y lóbregas aún, las cuales daban el quién vive al que a ellas se asomaba. No faltaban allí la cómoda y la lámina del Cristo del Gran Poder, ni las fotografías descoloridas de individuos de la familia y de niños muertos.

Creyó morir desmenuzado, hecho polvo sobre aquel cuerpo que le agarrotaba, absorbiéndole con la fiera voracidad de esas simas lóbregas donde desaparecen de un golpe los torrentes sin dejar una gota de su avalancha tumultuosa. Y desfalleciendo sus sentidos en aquel tembloroso ofuscamiento, cerró los ojos.

Ya era hora de buscarle, cual otras veces, para que hiciese el milagro. Había que ir al ayuntamiento: obligar a los señores de viso, gente algo descreída, a que sacasen el santo para consuelo de los pobres. En un momento se formó un verdadero ejército. Salían de las lóbregas callejuelas, chapoteando en el agua como ranas, vociferando su grito de guerra: ¡San Bernat! ¡San Bernat!

Palabra del Dia

lanterna

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