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Las aguas del Salia, mugientes y espumosas, aplacieron su cantar valiente en una mansedumbre de homenaje, como diciéndole «un escucho» de amor a la mañana. En los surcos floridos de la vega, también las mansas arroyadas le contaron una dulce querella a la luz gloriosa que nacía. Y toda la tierra fué aromas, y todo el aire armonías, y toda la vida resurrección y victoria....

La mar agitada formaba esas enormes olas, que gradualmente, se «hinchan, vacilan y revientan mugientes y espumosas», según la expresión de Goethe, cuando las compara en su Torcuato Tasso con la ira en el pecho del hombre.

Cuenta un viajero que los perros del Kamtschatka, acostumbrados á dicho espectáculo, se sobrecogen é irritan lo mismo: á manadas, por millares, en el transcurso de la noche, ladran á las mugientes olas y rivalizan en furor con el embravecido Océano del Norte.

Largas hileras de haciendas mugientes regresaban de los jagüeles, con el aspecto de trabajadores que volviesen de pesadas tareas; las majadas se agrupaban como para solidarizarse ante la amenaza de peligros nocturnales, y mientras un lechuzón permanecía temblequeando fijo en un punto del espacio, pasaba cabizbajo a raudo trote un perro flaco y desvalido, con rumbo a las casas...

¡Salveumos, pare San Bernat!... ¡Salveumos!... La procesión llegó al río, pasando y repasando el puente del arrabal. Reflejáronse las inquietas llamas en las olas lóbregas del río, cada vez más mugientes y aterradoras. El agua todavía no llegaba al pretil como otras veces. ¡Milagro! Allí estaba San Bernardo que la pondría freno.

Las anchas higueras temblaban como enormes paraguas rotos, dejando entrar el agua en el amplio recinto cobijado por su cúpula. Los almendros, desnudos de hojarasca, temblaban como negros esqueletos. Los profundos barrancos llenábanse de aguas mugientes que rodaban infecundas hacia el mar. Los caminos, empedrados de guijarros azules, entre altos ribazos de piedra seca, convertíanse en cataratas.