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Actualizado: 5 de junio de 2025
Parecían en el primer momento caprichosos y locos, errando á la ventura, pero en realidad herían al verdadero enemigo. Los desheredados, los infelices adivinaban con el instinto de la desesperación dónde estaba la causa de sus males. La sociedad tenía por base la moral cristiana, una moral que en tiempos remotos podía ser oportuna, pero que había fracasado al contacto de la vida moderna.
Al observar mi naturaleza en contradicción tan radical con el espíritu de la época me asalta el temor de padecer una aberración mental: hay momentos en que me figuro ser uno de esos infelices degenerados incapaces de «adaptarse al medio» que tan bien pintan los modernos filósofos de la escuela positiva, y me estremezco y me abato, y me propongo en término no lejano someterme á un tratamiento terapéutico adecuado.
Era la de Juan Jerez una de aquellas almas infelices que solo pueden hacer lo grande y amar lo puro.
Para nosotros, oh, infelices, que hemos hecho un telegrama a Lisboa, pidiéndola, a fin de proporcionarnos dos placeres inefables; primero, evitar ir con todos ustedes, sus baúles enormes, sus loros, sus pipas, etc., y segundo, para pisar tierra veinte horas antes que el común de los mortales.
Y aquel cuerpo gracioso, cuerpo de pobre, en el que luchaba la juventud con un raquitismo hereditario, bajó a la tierra despedazado: lo hicieron cuartos, como una res de matadero, sobre el mármol de la sala de disección... Usted, Ojeda, debe amar a alguien como amé yo. Todos encontramos una posada de amor en el camino de la vida: hasta los más infelices.
Únicamente desconocían esta voluptuosidad los infelices de tierra adentro, que llaman á cualquier rancho arroz á la valenciana.
Dos monjas que estaban de turno en la portería se asomaron también por otra ventana baja; pero lo mismo fue verlas Mauricia que empezar también a mandarles piedras. Nada, que tuvieron que retirarse. Asustadas las infelices, quisieron pedir auxilio.
Voy á contar cómo fue al quemadero el inhumano que tantas vidas infelices consumió en llamas; que á unos les traspasó los hígados con un hierro candente; á otros les puso en cazuela bien mechados, y á los demás les achicharró por partes; á fuego lento, con rebuscada y metódica saña.
Debajo de ellos se extendía como espectáculo infinito el cuadro de las luchas y de la miseria humana: veían chocar las armas, sumergirse las armadas, convertirse en fuego y humo las ciudades, extenuarse de fatiga á los infelices labradores, mirmidones casi invisibles, para alcanzar cosechas que había de robarles un poderoso; hasta bajo el techo de las casas, veían llorar á las mujeres y gemir á los niños.
Como los creyentes en la fatalidad de la suerte del viernes o del trece, los creyentes en las supersticiones católicas están aclimatados desde la infancia a la fe en los fetiches y a su régimen de terrores y esperanzas ilusorias, y perfectamente avenidos a las infelicidades y explotaciones conexas, por su profunda convicción de hacerse infinitamente más infelices si las dejasen; aclimatados a la perspectiva del fuego eterno, como a los fríos glaciales el groenlandés que sufre en las regiones templadas la nostalgia de sus nieves perpetuas.
Palabra del Dia
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