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Colgó en la pared un cuadro de familia que representaba las postrimerías del hombre en diabólicas y extravagantes alegorías, y allí quedó, huésped de su adorada.

Después de haber visto a la mujer aquélla con indiferencia, gradualmente fue descubriendo Delaberge en ella encantos que antes no había sospechado y, gracias al aislamiento en que vivía, fue pareciéndole cada vez más deseable. Con frecuencia, cuando el forestal comía solo, después de quitados los manteles, la señora Miguelina se quedaba un rato conversando con su huésped.

Sin embargo, marsellés y corsos eran tres buenas personas, sencillos, bonachones, y muy considerados para con su huésped, aunque en el fondo lo creyeran un señor muy extraordinario.

El fino y erudito cardenal Nani vino de Roma a consagrar la iglesia; mas cuando yo aquel día entré a visitar a mi divina huésped, lo que vi más allá de las calvas de los celebrantes, no fué la Reina de Gracia, rubia, con su túnica azul, sino al viejo Mandarín con sus ojos oblícuos y su papagayo entre las manos.

Don Quintín no pudo reprimir el atrevido pensamiento, y repuso: Monina, ¿me quieres a de huésped? No, porque vivo solita; un señor mayor, ; pero hombres de buena edad, así como usted... ¡nones! ¡De buena edad! ¿Qué cosa podía lisonjearle más? Una mujer joven y bonita le consideraba peligroso.

El Duque ofreció su brazo a doña Paula y se trasladaron todos al comedor. Esta ocupó el sitio preferente por indicación previa de su hija. El Duque se colocó a su derecha; don Rufo a su izquierda; los demás se fueron sentando sin orden: Venturita a la derecha del egregio huésped, después Alvaro Peña, Cosío, Pablito, don Rosendo. Gonzalo al lado de Cecilia.

La señora Princetot se volvió riendo con aquella risa llena de sensualidad que formaba tan graciosos hoyuelos en sus mejillas y su boca vino a encontrarse tan cerca de los labios de Delaberge, que éste no supo resistir la tentación... La besó ardorosamente; rodaron al suelo las flores que ella había tomado y Miguelina cayó, sin darse cuenta, en los brazos de su huésped.

Crecióles a todos el ojo y clamaron: ¡Venga el fraile norabuena! -Es hombre grave en la orden -replicó Pero López- y, como ha salido, se quiere entretener, que él más lo hace por la conversación. -Venga, y sea por lo que fuere. -No ha de entrar nadie de fuera, por el recato -dijo Brandalagas. -No hay tratar de eso -respondió el huésped-; ni criados.

Doña Mencía custodiaba en él a un huésped, o, mejor dicho, a un prisionero. Su primo D. Diego había exigido que le custodiase, imponiéndole además como un deber el abstenerse de preguntar el nombre del huésped, el cual, por su parte, había prometido también no revelar su nombre.

que ha traído, señor Delaberge respondió el Príncipe que, al fin, se decidió a abandonar los umbrales de la puerta. Hay un telegrama para usted. Con tardo paso, se dirigió hacia una pequeña vitrina, fijada en la pared y en la cual se guardaban las cartas que llegaban dirigidas a los viajeros. Abrióla y entregó a su huésped un pequeño pliego.