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Actualizado: 2 de septiembre de 2025
El vientecillo del amanecer hacía ondear los penachos de su sombrero. Cuando avanzaron los doce fusiles, colocándose horizontalmente á una distancia de ocho metros, todos apuntando al corazón, ella pareció despertar. Chilló con los ojos desencajados por el horror de la realidad, que se imponía de pronto. Sus mejillas se cubrieron de lágrimas. Tiró de las ligaduras con un vigor de epiléptica.
Ella se levantó de un salto y se echó para atrás: ¡No me toque usted! Yo sentí que mi inmenso amor chocaba contra un odio implacable. ¡Bueno! ¿La causo horror? la dije. ¡Y lo ama usted a él! Y aun cuando en realidad quisiera usted matarse, no lo haría, porque teme el juicio de su Dios. Yo quiero librarla a usted de esa pena!...
Excusado es añadir que desde que la cigarrera subió a la categoría de señora, ni por casualidad la dieron ya su nombre propio. Al día siguiente, al tropezarse las señoras de Sarrió en la calle, no encontrando palabras con que expresar su horror, se daban por contentas con elevar los ojos al cielo, agitar los brazos convulsivamente y pasar de largo murmurando: «¡¡¡Sombrero!!!»
Allí se detuvo y quiso coordinar sus ideas. ¿Por qué corría? ¿Qué había pasado? No se daba razón de aquella huida repentina. Trató de volverse y penetrar de nuevo en la estancia de su esposa y entrar en explicaciones; pero las piernas se negaron a obedecerle. Un horror instintivo, como si hubiese delante un pozo negro y hondo, le detuvo.
Y esta dicha mezquina me la turba esa gentuza con sus calumnias... ¡Hay para matarlos! Dominado por el grato recuerdo de la primavera que había florecido en sus primeros años de obispo, allá en una diócesis andaluza, repetía a Tomasa, una vez más, sus relaciones con cierta dama devota que sentía desde la niñez horror al mundo.
No querría deducir que la independencia del corazón sigue el mismo movimiento, pues eso traería serias consecuencias. Pero hay una evidente propensión a un individualismo que, como usted dice, está muy lejos del matrimonio. La abuela no pudo contener una exclamación de horror.
Se ruboriza, y balbuciendo contesta que ella no podía resolver...; que su padre... Facundo se dirige al padre, y el angustiado padre, disimulando su horror, objeta que quién le responde de su hija; que la abandonarán.
Sin ver esta otra contradicción, padecía con la idea del aniquilamiento y la imagen de la sepultura. Pensaba en la muerte con ideas de vida, y de vida ordinaria, usual, la de todos los días de su vulgar existencia, y el horror del contraste crecía con esto.
Y lo decía con convicción, mirando al suelo con ojos extraviados, como si se viera ya sobre el pavimento, inerte, ensangrentado, con el revólver en la crispada diestra. ¡Oh, no! ¡qué horror! ¡Rafael! ¡Rafael mío! gemía Leonora abrazándose a su cuello, colgándose de él, estremecida por la sangrienta visión. El amante seguía protestando. Era libre.
Venían después los fautores de Rosas, que no habían podido ver sin horror la obra de sus manos, o que, sintiendo aproximarse a ellos el cuchillo exterminador, habían, como Tallien y los termidorianos, intentado salvar sus vidas y la patria, destruyendo lo mismo que ellos habían creado.
Palabra del Dia
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