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¿A qué se atribuye su funesta resolución? ¿No había algo que la hiciese prever? preguntó el juez; y la Baronesa, no obstante ser incapaz de callarse, por esa vez se limitó a encogerse de hombros y mirar al Príncipe, para significar que éste era el único que podía contestar.

Aquel señor blanco sin niñas en los ojos, con los hombros desnudos como una dama escotada, debía de ser alguno de los muchos sabios que hubo en tiempos remotos, y en él, en el estante de los libros y en el mapa gráfico estadístico se cifraba toda la sabiduría de los siglos. En este reconocimiento del lugar empleó Isidora menos de un minuto.

Había sido sorprendida por el naufragio en el momento que intentaba vestirse: tal vez el terror la había hecho arrojarse al mar. La muerte había contraído su rostro con un rictus horrible que dejaba los dientes al descubierto. Un lado de su rostro estaba tumefacto por un golpe. La vió Ferragut al asomarse entre los hombros de dos señoras que temblaban apoyadas en la baranda de la cubierta.

Por eso era capaz de alzar sobre los hombros un carro de yerba; por eso nadie osaba competir con él ni en la siega ni partiendo leña.

Antes morir los dos de miseria, que ver a la adorada, a la dulce Feli, degradándose de nuevo con las fatigas de la obrera. Ella era una señorita: la mujer de un escritor. La muchacha acogió estas protestas encogiendo los hombros.

Al poco rato se abrió una de éstas y apareció en ella la marquesa con la cabellera suelta y una bata colocada negligentemente sobre sus hombros, dejando al descubierto gran parte de sus brazos y de su pecho.

¡Oh! ¡Quién, teniendo fuerzas lapidarias, pudiese ese banal mundo de parias sostener como un Atlas en sus hombros; y sacudirlo, en un supremo esfuerzo, a ver si así revive el Universo; o se sepulta al fin en sus escombros! Caballeresco tipo que de otros tiempos queda, forma nota discorde con el siglo presente.

Es la guerra... Debemos ser duros para que resulte breve. La verdadera bondad consiste en ser crueles, porque así, el enemigo, aterrorizado, se entrega más pronto y el mundo sufre menos. Don Marcelo levantó los hombros ante el sofisma. Estaban en la puerta del edificio.

Y todos rugieron de entusiasmo, empinándose sobre la punta de los pies, queriendo pasar sobre los hombros del vecino, para saber quién era el vencedor.

Tengo por oficio arriesgar mi pellejo, repuso Simón encogiéndose de hombros. Sin embargo, volvió á poner la flecha en su aljaba, se echó el arco al hombro y continuó andando entre sus dos amigos.