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Todos se arrodillaron, menos el filósofo, que miraba la luna silbando el Trágala. Entonces el fraile, armado de un hisopo, se aproximó a los fardos y dio una vuelta alrededor de ellos diciendo: ¡Atrás, Satán, atrás! y que este signo de redención purgue a esas mercancías de la mancha que la herejía ha impreso en ellas. ¡Atrás, Satán, atrás! Y echó torrentes de agua bendita sobre las cajas.

No incurriré yo tampoco en el contrario parecer, atribuyendo a los animales alma semejante a la nuestra, lo cual huele a herejía, o suponiendo, y esto es peor, que trasmigran las almas humanas, y se cuelan, viven y funcionan en diversa clase de bichos. Lo discreto, a mi ver, es colocarnos en un justo medio.

Hasta bien adelante del siglo XVIII, las mujeres sucumbieron en la horca o en la hoguera, a decenas de millares en el solo renglón de la brujería, como los hombres por el de la herejía, inhumanidades provenientes de la moral religiosa, y que no cejaron hasta el advenimiento de la moral humana.

Nada igual me presenta la Historia, sino las clasificaciones de la Inquisición, que distinguía las opiniones heréticas en malsonantes, ofensivas, de oídos piadosos, casi herejía, herejía, herejía perniciosa, etc., etc.; pero al fin la Inquisición no hizo el catastro de la España para exterminarla en las generaciones, en el individuo, antes de ser denunciado al Santo Tribunal.

Muchos católicos sueñan con canonizar a Felipe II por la crueldad fría con que exterminaba a los herejes: el tal rey no tenía otro catolicismo que el suyo; era un heredero del cesarismo germánico, eterno martillo de los papas. Arrastrado por la soberbia, bordeaba continuamente el cisma y la herejía.

Y mientras no hay en Inglaterra memoria de violencia contra la libertad en el orden de los bienes, existen todavía violencias a la libertad en el orden de las ideas: enseñanza obligatoria de creencias absurdas a los niños en la escuela pública, viven aún personas que han padecido condenas de los tribunales por delitos mentales, como el de herejía, por ejemplo, abolido recién en 1865, y está fresco aún el caso de Bradlangh, dos veces excluido del parlamento por negarse a prestar el juramento religioso, finalmente abolido también.

Pero aquel aire era demasiado sutil y frío para que pudiese respirarse con seguridad por mucho tiempo; de consiguiente, el eclesiástico, así como el médico, volvieron á entrar en los límites que permite la iglesia para no caer en herejía.

Recordaba ahora con vergüenza su ignorancia española, aquella prosopopeya castellana, mantenida por mentirosas lecturas, que le hacían creer que España era el primer país del mundo, el pueblo más valiente y más noble, y las demás naciones una especie de rebaños tristes, creados por Dios para ser víctimas de la herejía y recibir soberbias palizas cada vez que intentaban medirse con este país privilegiado que come mal y bebe poco, pero tiene los primeros santos y los más grandes capitanes de la cristiandad.

La herejía era el rejalgar que, una vez en la entraña, daba al traste con la más firme entereza, y, según él, ya el tósigo estaba en parte sorbido. Valladolid era un foco de luteranos. Salamanca, un seminario de herejes. Los discípulos de Valdés y de Ramus, los secuaces de Erasmo y de Lutero eran asaz numerosos.

No desconoce el padre vicario que esto tiene mucho de peligroso, y que él y Pepita se exponen a dar sin saberlo, en alguna herejía; pero se tranquiliza porque, distando mucho de ser un gran teólogo, sabe su catecismo al dedillo, tiene confianza en Dios, que le iluminará, y espera no extraviarse, y da por cierto que Pepita seguirá sus consejos y no se extraviará nunca.