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El espectáculo que ofrecía el interior del Santísima Trinidad era el de un infierno. Las maniobras habían sido abandonadas, porque el barco no se movía ni podía moverse. Todo el empeño consistía en servir las piezas con la mayor presteza posible, correspondiendo así al estrago que hacían los proyectiles enemigos.

El mismo silencio cuando se hacían los preparativos para la solemnidad. Parecía tranquila, en un estado de indiferencia absoluta o, por mejor decir, de soñolencia, como la persona a quien se arranca violentamente del sueño y tarda en darse cuenta de lo que pasa en torno suyo. Pero tal estado letárgico continuó después de pronunciar el ante el altar.

Las mujeres que hacían la limpieza por las mañanas le obligaban á refugiarse en el despacho con sus terrestres escobazos. No le era permitido formular observaciones, no podía extender un brazo galoneado, lo mismo que cuando reñía á la grumetería descalza y despechugada, exigiendo que la cubierta quedase limpia como un salón. Se sentía empequeñecido, exonerado.

Sin embargo, teniendo semejantes hombros, había que suponer sensatamente que aquellas señoritas no lo hacían por el deseo de exhibirlos, sino más bien a causa de una obligación que no era incompatible con el buen sentido y la modestia.

Cuando don Bernardino escuchó aquello de Jacintito y de los cincuenta mil nacionales entrampados, se enfadó, muy lastimado de que fueran a cobrarle cuentas de su hijo, joven mayor de edad, socio de una respetable casa de comercio, que marchaba sin andadores, porque no le hacían falta.

Sonrió al Magistral, y dijo: Los señores están en San Pedro. Ya lo suponía, hija mía, pero vengo muerto de sed y.... La aldeana fingida sirvió en la glorieta del jardín al Magistral un refresco delicioso que improvisó con arte. Dios te lo pague, Petrica. Y hablaron. Hablaron de la vida que hacían allí los señores.

Apoderarse del silencio ajeno es como quitarle a uno una moneda del bolsillo. Estas cosas hacían gracia, y aquella noche las rieron más, para animarle. Invitado por Juan a ir al Teatro Real, lo rehusó.

Excuso decir á ustedes que este robo levantó más polvo que el célebre de las sabinas. Las representaciones se hacían muy largas, porque cada escena principia y acaba por un paseo triunfal, y suele mediar con el indispensable combate con espada y daga llamado el moro-moro, baile que en honor á la verdad llama la atención la agilidad con que algunos y algunas manejan la esgrima.

Comenzó á cortar algunas pequeñas ramas, aquellas que no hacían falta á los árboles, y mientras tanto soltó el torrente de su voz cantando una de las baladas del país. En Oviedo no podía cantar de aquel modo con todo el aliento de su pecho. ¡Siempre el horrible solfeo, el aburrido piano! En cuanto daba una voz más alta que otra ¡chut, chut, silencio!

Las fórmulas, por cuya virtud se hacían, estaban custodiadas en los colegios sacerdotales y en los Palacios de los Faraones. Los profanos ó no iniciados no podían valerse de estas fórmulas, ni poseerlas escritas, sin exponerse á muy severos castigos.