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Actualizado: 1 de junio de 2025
Mira propuso a Jacinta, cogiéndole un brazo ; en cuanto vayas hoy a tu casa, has de ver si tiene tu marido algunos pantalones que no le sirvan... Puede que no tenga porque ¡ya hemos hecho tantos escrutinios en su guardarropa!». No sé, no sé dijo la señora de Santa Cruz, procurando recordar... me parece. Si no manifestó prontamente la de Rubín , yo traeré unos del mío...
Pues sólo cuestan seis reales, y con ellas pueden visitarse las sacristías, el guardarropa, las capillas de don Álvaro de Luna y del cardenal Albornoz, y la Sala Capitular, con sus dos filas de retratos de arzobispos, que son una maravilla. ¿Quién no se rasca el bolsillo por ver tales portentos?
Salió, pues, confiado del corredor, pero al pasar por el vestíbulo salía el anciano poeta del guardarropa donde acababa de ponerse el abrigo. Se encontraron de frente. Tristán tuvo un instante de vacilación. Al cabo bajó los ojos y trató de ganar la puerta sin saludar. Rojas no le dejó: Buenas noches, Aldama. ¿Por qué no quiere usted saludarme? ¿Teme usted los reproches de su víctima?
Hizo que el viejo ayuda de cámara rebuscase en el guardarropa de su pasado. Se acordó de prendas interiores que habían merecido elogios femeninos. Sentía el mismo deseo de novedad y seducción de una mujer que se adorna para una entrevista esperada mucho tiempo.
Y mientras tanto, su exterior señoril iba sufriendo una transformación, que no se escapaba a los ojos de Fernando. Transcurrían meses y meses sin que algo fresco viniera a adornar su belleza, ávida en otra época de costosas novedades. Al sucederse las estaciones reaparecían los mismos vestidos del año anterior, hábilmente retocados. Su guardarropa de París podía sacarla de apuros por mucho tiempo.
Completaban la pandilla la señora de un Montero de Espinosa, las de dos jefes de oficio, la de un oficial de la Secretaría Particular, la del director de las Reales Mesas, la del jefe del Guardarropa del Rey.
Eran de maestros famosos del siglo XVIII. También debía haberlos despreciado el comisario por insignificantes. Una ligera sonrisa del conde le reveló su verdadero paradero. Había escudriñado toda la pieza, el dormitorio inmediato, que era el de Chichí, el cuarto de baño, hasta el guardarropa femenino de la familia, que conservaba, unos vestidos de la señorita Desnoyers.
Fué un verdadero apuro para ellos. Raimundo no tenía frac, Aurelia no poseía tampoco un guardarropa muy provisto. Sin embargo, fueron. Un pariente prestó al joven su frac: Aurelia se puso los mejores trapitos del armario. Al día siguiente Raimundo se encargó un traje de etiqueta en la mejor sastrería de Madrid.
Nadie usaba en la corte espada más larga que la suya, ni lechuguilla más eminente y más ancha. Hacía tejer en Milán sus brocados y brocateles según antiguos modelos del guardarropa de familia, y sólo los lapidarios de Florencia eran dignos de grabar el onix y la cornalina para el sello de sus sortijas y el pomo de sus dagas.
Pepita presenciaba desde un rincón el tocado de su madre. No se la escapaba el gran cambio que ésta había sufrido. Los trajes elegantes de otro tiempo, se apolillaban abandonados en el guardarropa, sin que nuevos encargos á París y Madrid vinieran á sustituirlos.
Palabra del Dia
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