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Actualizado: 23 de julio de 2025
Una vez se trataba de un grabado con colores que representaba el interior de un teatro de París durante la representación de un famoso drama de gran espectáculo. Se veían el escenario y una buena parte de las localidades principales, llenos el uno y las otras de actores fastuosamente vestidos y de damas y caballeros muy engalanados.
»Ya conocéis la escena de nuestra salida de esta ciudad como prisioneros de los alemanes. La prensa, el libro y hasta el grabado han reproducido esta escena, tributándome con ello una gloria que no merezco. Yo grité.... lo que grité; fué algo superior á mi voluntad, que tal vez me aconsejaba ser prudente. Pero el valor cívico, cuando despierta, no conoce el peligro.
El fulgor purpurino de la tarde caía directamente sobre su rostro y hacía resaltar claramente los pliegues y las arrugas que se habían grabado en él durante esos tres últimos años. Penas sombrías parecían asediar su frente; sus ojos habían perdido el brillo y sus labios estaban agitados por un movimiento nervioso en que creí leer a la vez una melancólica sumisión y una impotente rebeldía.
En la época en que pasaba por su amante, él le había regalado una piedra antigua de gran valor, que tenía grabado un fénix. Lejos de encontrar en aquel regalo una alusión o una alabanza, Judit lo consideró siempre como un emblema de tristeza y había hecho grabar a su alrededor estas palabras: ¡Siempre solo!
De pronto se le antojó mirar una Ilustración que estaba sobre un centro de sala. «La última flor» decía la leyenda de un grabado en que clavó Ana los ojos. En un jardín, en Otoño, una mujer, hermosa, de unos treinta años, aspiraba con frenesí y oprimía contra su rostro una flor... la última....
El hijo predilecto de la Iglesia, sonriente y ruborizado, sacó del bolsillo del gabán un librito de cubierta elegantemente impresa a dos tintas, lo abrió por la primera página, donde aparecía el retrato de la santa duquesa de Turingia grabado en madera, y lo entregó abierto a la señá Rafaela.
No pude contenerme, y llevé a mis labios aquel libro, aquella página, aquel nombre que no gusto de repetir, aunque resuena en mis oídos como celeste melodía; que está grabado en mi corazón; que no se aparta de mi mente; que para mí expresa todo cuanto hay de tierno y puro y santo aquí en la tierra.
Era el látigo de Godfrey. Le había gustado tomarlo sin permiso, porque el mango tenía puño de oro. Naturalmente que no era posible notar, cuando Dunsey lo llevaba en la mano, que el nombre de Godfrey Cass estaba grabado en el puño: sólo se veía que aquel látigo era muy hermoso.
Sin contestarme, colocó sobre la mesa una pequeña y lisa cigarrera de plata, que en un ángulo de la tapa tenía las iniciales B. B., monograma que se veía grabado en toda la vajilla de Blair, en sus carruajes, arneses y demás objetos propios. Vea lo que hay dentro de ella exclamó, señalándome la caja que tenía por delante, y sonriendo dulcemente con profunda satisfacción.
Pero el señor bueno dice que faltó un grabado, para que los niños vieran bien toda la riqueza de aquellos palacios; y es el grabado de la «Galería de las Máquinas», que era el corredor adonde daban las puertas diferentes de las industrias del mundo, y allá al fondo tenía el edificio más hermoso, donde estaban en hilera, como elefantes arrodillados, las máquinas de todo lo que el hombre sabe hacer.
Palabra del Dia
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