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Doña Juana, la de los dientes negros y amarillos, me alarga de su plato y con su propio tenedor una fineza, que es indispensable aceptar y tragar; el niño se divierte en despedir a los ojos de los concurrentes los huesos descarnados de las cerezas; don Leandro me hace probar el manzanilla exquisito, que he rehusado, en su misma copa, que conserva las indelebles señales de sus labios grasientos; mi gordo fuma ya sin cesar y me hace cañón de su chimenea; por fin, ¡oh última de las desgracias!

Pero mientras bosteza, tose, fuma y piensa en las piruetas y en las piernas de Pepay, vamos á decir algo sobre este elevado personaje para que se comprenda la razon por qué el P. Sibyla le propuso para terminar tan espinoso asunto y por qué le aceptaron los del otro partido. Por lo demás, mal ninguno resultaba de ello y la previa censura no se inquietaba.

Por no tener vicio alguno, no fuma, y también porque el fumar le parece plebeyo, apestoso, impropio de un Castell-Bourdac y en plena disonancia con el ideal del atildado y noble cortesano del antiguo régimen tal como él se le representa. El Barón no debe nada a nadie y nadie puede jactarse de que él le haya pedido dinero prestado. Cada día come en una casa distinta.

Doña Juana, la de los dientes negros y amarillos, me alarga de su plato y con su propio tenedor una fineza, que es indispensable aceptar y tragar; el niño se divierte en despedir á los ojos de los concurrentes los huesos disparados de las cerezas; D. Leandro me hace probar el manzanilla exquisito, que he rehusado, en su misma copa, que conserva las indelebles señales de sus labios grasientos; mi gordo fuma ya sin cesar y me hace cañón de su chimenea; por fin ¡oh última de las desgracias! crece el alboroto y la conversación; roncas ya las voces piden versos y décimas, y no hay más poeta que Fígaro.

Alguien está sentado en un banco del bulevar y fuma; ¿pero es él, en efecto? Los árboles, la menuda lluvia que cae, los faroles encendidos, todo es incomprensible, desprovisto de sentido, misterioso. Se levantó bruscamente y se fue. «¡Tonterías! Son los nervios. Además, no se trata de convicciones, sino de actos. , de actos; eso es lo esencial.» Y tampoco recordó actos suyos.

La joven se ruborizó ligeramente y replicó con viveza: He leído en El Conde de Montecristo que el tabaco turco era un perfume y yo que aquí, a la vista de las riberas de Turquía, no se fuma de otro. No se trata de esos nauseabundos cigarros que usaba usted y cuya sola vista me hace daño.

Eso no es nada gritaban los amigos, queriendo animar al torero con su ruidoso optimismo . Dentro de un par de meses ya estás toreando. En buenas manos has caído. El doctor Ruiz hace milagros. El doctor se mostraba igualmente alegre. Ya tenemos hombre. Mírenlo ustedes: ya fuma. ¡Y enfermo que fuma...!

Al llegar aquí Torquemada sacó su sebosa petaca. Como tenía tanta confianza, iba a echar un cigarro; ofreció a Maximiliano, y doña Lupe respondió bruscamente por él diciendo con desdén: «Este no fuma». Las operaciones previas de la fumada duraban un buen rato, porque Torquemada le variaba el papel al cigarrillo.

Cuando sueña es teniendo delante un enorme jarro de cerveza y dos kilógramos de pan; fuma brutalmente; come con voracidad y glotonería, y en todas sus manifestaciones es inculto, pero con candor y sin caer en cuenta de su mal gusto. El Suizo aleman no le va en zaga, contrastando en todo lo que es asunto de finura, gusto y elegancia con el suizo ginebrino, neuchatelés ó vaudense.