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Actualizado: 25 de junio de 2025


Estaba yo, como el lector advertirá, en esa indiscreta edad juvenil en que, para aquilatar el mundo, los hombres y las cosas, se hace uso de términos de comparación nominativos. No puedo decirle, porque no asisto al teatro ni leo literatura frívola. Continúo.

Me acuerdo, en efecto, del tiempo... ¿Qué hombre no ha sido presa alguna vez de los errores de la adolescencia frívola, crédula y desocupada?... El roce de un vestido o de un chal, el movimiento de una pluma flotando entre los cabellos de una mujer, el juego de luz que centellea sobre la pedrería de su peinado o de su pecho, la melodía de una voz de ángel que el viento hace llegar de lejos, a través de todos los ruidos y cuyo sonido vibra largo tiempo, la menor cosa basta entonces para absorber todos los pensamientos y para suspender toda la existencia.

La señora de Laroque, sobre todo, me profesa una verdadera afección; me toma por confidente de sus extravagantes y muy sinceras manías de pobreza, de sacrificio y abnegación poética que forman, con sus multiplicadas precauciones de criolla frívola, un singular contraste.

Pero con el linaje de estos mocitos ocurre lo que dicen los franceses, refiriéndose a las patatas: «lo bueno está debajo de tierra». Mi hermana, en cambio, se hallaba encantada con la reunión y le satisfacía mucho el papel que habían hecho las niñas, sobre todo Carmencita, que es la más frívola.

Era el tipo de la señora moderna, frívola sin ser insustancial, y coqueta sin parecer liviana, como era devota sin ser profunda y verdaderamente religiosa. Fuera cansancio físico o dejadez moral, había en su figura cierto melancólico abandono, interrumpido a veces bruscamente por movimientos de una gracia encantadora que tenía algo de felina.

Vivía el Conde con su madre, pero en un enorme caserón, donde gozaba de completa independencia. Así es que recibía amigos y visitas de varias clases sin que su madre, ni por acaso, tuviese que tropezar con ellas ni darse por entendida de nada. La Condesa, sin embargo, no ignoraba la vida frívola y harto disipada de su hijo.

El ingenio de Montalbán claudicaba también por su escasa energía, y por consiguiente, era incapaz de infundir animada vida en los objetos á que se aplicaba; no podía profundizar nada, lo cual, juntamente con su escaso acierto poético, le impedía elegir, entre los objetos que se le presentaban, aquellos conceptos que deben llamar exclusivamente la atención del poeta, y de aquí que lo trivial y lo insignificante sin belleza valgan para él lo mismo que sus contrarios, y que, en vez de mostrar ingenio verdadero y perspicaz, sólo nos ofrezca rasgos de frívola y vulgar agudeza.

Paz, en apariencia frívola, a semejanza de todo el que no ha sufrido, pero muy lista, se persuadió pronto de que amaba, porque su pensamiento, lejos de amedrentarse ante las contrariedades que podía el amor ocasionarla, se fijó exclusivamente en el dolor del hombre a quien quería. La primer muestra de pasión verdadera, fue la sinceridad con que le habló.

En cambio en el dulce y grave semblante de Clara no tardó en señalarse la inquietud y el tedio que tanta charla frívola, tanta frase picante le producían. Reynoso había hecho colocar la mesa para almorzar en una isleta que había en el centro de una de las dos charcas que en la gran finca adquirida por él y agregada al Sotillo existían.

Después de unos instantes de silencio, añadió con gravedad: , Cecilia, no sabes aún lo fácilmente que queda un marido en ridículo cuando tiene una mujer tan frívola, tan imprudente como Ventura. ¡Gonzalo!

Palabra del Dia

rigoleto

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