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Actualizado: 6 de julio de 2025
La tuvieron. Sin duda alguna, la merecían; pero, como hacía observar Roussel á la joven pareja con sonriente filosofía, nadie es tratado en la vida según sus méritos. Una nueva Clementina, aquella á quien sólo Herminia había conocido hasta su boda con Mauricio, se reveló á Fortunato.
Y hablando así el buen Fortunato se había enternecido. Su voz se perdió en un sollozo y las lágrimas rodaron por sus mejillas.
Desde el día en que Mauricio fué admitido en casa de la señorita Guichard, Fortunato pensó, con mucha delicadeza, que convenía poner en buen lugar ante su pupilo á una mujer con la que iba á estar unido por estrechos lazos. De vez en cuando, cuando se aburría mucho en Montretout, hacía una escapada á París é iba á sorprender á Mauricio, por la mañana, en su estudio.
La ternura que había abrigado por Fortunato debía estar bien arraigada en su corazón, porque, después de tantos años, se encontraban aún vestigios de ella. Así las antiguas ciudades de Oriente, enterradas bajo el polvo de los siglos, y cuyos restos aparecen inmensos á los viajeros y les dan ideado una civilización colosal.
Perdonaba, pues, y todos iban á vivir en adelante en la más perfecta concordia. El señor Roussel había ido á su casa para vestirse y volvería para comer con la familia y los amigos de la señorita Guichard. Algunos de los presentes no conocían á Fortunato; otros le conocían sólo de vista. Muchos le consideraban como un hombre muy importante por su fortuna y por su posición social.
Sí, hasta ahora; pero ¿quién responde? Tantas veces va el cántaro a la fuente.... Don Fortunato es una malva, corriente; no es un Obispo, es un borrego, pero.... ¡Le tengo en un puño! Ya lo sé, y yo en otro; pero ya sabes que es ciego cuando se empeña en una cosa; y si Su Ilustrísima polichinela da otra vez en la manía de que pueden decir verdad los que te calumnian, estás perdido.
Ni Mauricio ni Herminia podían ser rigorosos con él: uno y otro iban á saltar de alegría á las primeras insinuaciones de Fortunato; él obedeciendo á su antiguo cariño y ella seducida por la novedad del personaje, serían conquistados sin remedio.
Aquel mismo año en que Fortunato lo había hecho tan mal, en concepto de los señores magistrados, se lució en su sermón de viernes el sinuoso Arcediano. Ya lo anunciaba él muchos días antes. «Señores, no llamarse a engaño; a mí hay que leerme entre líneas; yo no hablo para criadas y soldados; hablo para un público que sepa... eso, leer entre líneas». La musa de Glocester era la ironía.
Buscó febrilmente la firma y llena de horror descubrió estos dos nombres execrados: Fortunato Roussel. Herminia, asombrada, permanecía en pie delante de su tía sin comprender sus acciones ni sus palabras. Por fin se arriesgó á preguntar: ¿Usted sabe, pues, tía mía, quién es este joven? ¡Es él, es él! exclamó Clementina con ímpetu.
Cuando Fortunato bajaba de la cátedra deseando a todos la gloria por los siglos de los siglos, la unción del prelado corría por el templo como una influencia magnética; parecía que si se tocaban los cuerpos iban a saltar chispas de caridad eléctrica; el entusiasmo, la conversión, se leían en miradas y sonrisas; en aquellos momentos los vetustenses tomaban en serio lo de ser todos hermanos.
Palabra del Dia
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