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Actualizado: 1 de mayo de 2025
Se debe esta obra al ilustre escultor D. Manuel Alvarez, a quien sus contemporáneos llamaron el griego, por su habilidad para imitar los grandes modelos que del arte de Fidias nos dejó la antigüedad clásica.
El marqués se encogía de hombros. Sea Praxíteles. Las señoras eran las que podían juzgar mejor, porque muchas de ellas habían conseguido ver a Anita como se ven las estatuas. No sabían si era un Fidias o un Praxíteles, pero sí que era una real moza; un bijou, decía la baronesa tronada que había estado ocho días en la Exposición de París. Su belleza salvó a la huérfana.
Aunque ya lo he dicho, repito ahora que, en mi sentir, Alejandro vale más que Napoleón y Aristóteles más que Hegel, Píndaro o Isaías más que Víctor Hugo, y Fidias y Praxíteles más que Canova y Thorvaldsen. En todo esto hay negación de progreso. El superhombre era más superhombre hace dos mil o tres mil años que en el día.
Así como la naturaleza influye en el arte, ya que Fidias y Praxiteles no hubieran esculpido las maravillosas imágenes de Júpiter, Minerva y Venus, si no hubieran tenido modelos de gran valer, así el arte influye en la naturaleza, porque las mujeres y los hombres, que contemplan lo bello en las representaciones artísticas, se enriquecen la imaginación, é influyendo esto en todo el organismo vital, hace que nazcan chiquillas y chiquillos preciosos.
Cuando la escultura tenía un Fidias y había llegado a la cumbre, la pintura no pasaba de ese carácter casi rudimentario que aún puede apreciarse en Pompeya y la música era un balbuceo infantil. La escritura no podía perpetuar la música; eran tantos los «modos», musicales como los pueblos, y casi toda ella quedaba al arbitrio del ejecutante.
Así encontraremos el hogar propio más agradable que los salones y las tertulias. Fidias, que además de un escultor excelso, era un espíritu filosófico, hizo una vez la estatua de Venus sobre una tortuga, queriendo indicar a las mujeres de su pueblo que debían ser lentas para salir de casa.
Para mayor evidencia aún, acudamos a otra bella arte: a la escultura. Nadie me negará que aquel glorioso personaje que dio nombre a su siglo y que tenía tan claro entendimiento y tan delicado gusto, recordaría el Júpiter y la Minerva de su amigo Fidias, y todas las estatuas de nuestras plazas, templos y paseos le parecerían menos que medianas.
Luego, la Grecia inimitable, y en ella, el inimitable Fidias. Abajo, los soberanos trozos del Parthenón; arriba, las aéreas figurinas de terracotta encontradas en Tanagra. No tienen más que diez o doce centímetros de altura; pero ¡qué perfección, qué delicadeza exquisita! ¡Cómo, bajo aquellos velos que las cubren como mantos de vestal, se ve, se siente el movimiento armónico del cuerpo!
Con los escultores ocurrirá lo propio, cuando pretendan superar por nuevos senderos a Fidias y a Praxíteles. Y los pintores, si ambicionaran ser entre sus contemporáneos príncipes o reyes de su arte, como ya lo fueron en otra edad Rafael, Velázquez y Rembrandt, caerían en los amaneramientos más disparatados.
Y veo en mis ensueños tus bailes voluptuosos, Salones que perfuman las ninfas Argentinas, Y grupos en que brillan sonrisas peregrinas Cual no las ha fijado de Fidias el cincel. Y siento entre los giros del valz, que corre, vuela, La brisa que producen las alas del ambiente Cargadas con efluvios que envuelven dulcemente Mi corazon y mi alma, mi espíritu y mi ser.
Palabra del Dia
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