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El diablo, harto de carne... Regalaban a las traperas una sábana por año, y arroz y castañas por Navidad; pero las obligaban a oír la explicación de la Doctrina dos veces por semana. En Carnaval había gran reunión, para pedir al Señor que perdonase las locuras del mundo, y comenzaba la fatigosa época de la Cuaresma. Las que faltaban a estas grandes solemnidades perdían la sábana.

Estaba en lo cierto. La buena madre era una fuente de chorro continuo para describir las mil y una enfermedades que padecía. En aquellos momentos decía sentir una gran bola en el vientre, tan fría que la helaba; al mismo tiempo se quejaba de dolor de cabeza. Para ponerme en antecedentes de la dolencia empleó cerca de media hora, con una prolijidad tan fatigosa que a cualquiera desesperaría.

Este valiente oficial, cuyo nombre no está en la Historia, se disfrazó de arriero, y en una fatigosa jornada supo desempeñar muy bien su comisión, volviendo por la noche a decir que Vedel había pasado ya más allá de La Carolina. Así andaban las cosas cuando nos preparábamos a salir de Bailén al amanecer del 19.

He pasado toda la noche renovando con la más fatigosa perseverancia, y en medio de las más extravagantes complicaciones del sueño y de la fiebre, mi peligroso salto desde lo alto de la ventana del torreón. No podía sosegarme. A cada instante, la sensación del vacío me subía á la garganta, y me despertaba sobresaltado. En fin, llegó el día y me calmé.

Oía incesantemente el fragor de las olas que se estrellaban contra el fuerte casco de la embarcación, y sentía su propia fatigosa respiración: veía huir las orillas, e ignoraba dónde estaba, adonde iba. Había ido a Italia, a contemplar los bellos paisajes, el sol claro, el cielo bellísimo, que la había hecho a ella tal cual era.

Uno de los oficiales, viejo artillero, les explicó esta precaución. Debían seguir cuesta arriba cautelosamente. Estaban al alcance del enemigo, y un automóvil podía atraer sus cañonazos. Un poco fatigosa la subida continuó . ¡Animo, señor senador!... Ya estamos cerca. Empezaron á cruzarse en el camino con soldados de artillería. Muchos de ellos sólo tenían de militar el kepis.

La subida por la Cuesta de los Perros era bastante fatigosa, y el viejo se detuvo varias veces a descansar. Tenía aire de hombre enfermo y abatido; al pararse bajaba la cabeza hasta dar con la barba en el pecho. Me acerqué a ellos. La muchacha era muy bonita, rubia, tostada por el sol; al pasar por delante de me miró con un aire completamente salvaje.

Carecía de bigote, pero no de granos que le salían en diferentes puntos de la cara. A los veintitrés años tuvo una fiebre nerviosa que puso en peligro su vida; pero cuando salió de ella parecía un poco más fuerte; ya no era su respiración tan fatigosa ni sus corizas tan tenaces, y hasta los condenados raigones de sus muelas parecían más civilizados.

Caí en el lecho como un tronco derribado, dudoso, en el crepúsculo de mi somnolencia, entre si me derribaban los quebrantos de mi fatigosa jornada de todo el día, o el peso de la balumba de «cosas» que me había ingerido en el cerebro adormilado la inagotable erudición del solariego.

La niña le dijo entonces al oído, que del otro lado del torrente, atravesado por una larga palanca, quedaba aún una cabaña donde pensaba que podía estar. Marcharon en aquella dirección, durante media hora de fatigosa caminata, pero inútilmente.