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Actualizado: 3 de junio de 2025
»Llegué al cementerio, que, como usted sabe, está rodeado por una tapia muy baja. No queriendo yo enterar a nadie de mi visita escalé la tapia en lugar de ir a pedir la llave al sacristán. »Serían las ocho y media de la noche y reinaba en el fúnebre recinto la oscuridad más completa.
Creyó leer en este globo mate, de fúnebre vaguedad, el último pensamiento de la víctima, la maldición que pasó como un relámpago por su cerebro al dejar de existir. Indudablemente, había muerto abominando de las veneraciones de toda su vida. Leíase en la contracción de su rostro: había quedado impreso en aquella mueca que parecía una protesta.
Atendió con cuidado y no tardó en escuchar el sordo rumor de la muchedumbre y más tarde el canto fúnebre, desgarrador de los clérigos, casi debajo de los balcones. Entonces se levantó velozmente y alzó con discreción una de las cortinas. Y vio el ataúd, el ataúd negro y dorado flotando como una barca sobre la muchedumbre.
Se hubiera dicho que absorber sus tragos de cerveza constituía para ellos un deber fúnebre, que desempeñaban con afligente tristeza.
La nieve cayó en montón a sus pies al abrir la puerta. Todo lo que abarcaban sus ojos estaba blanco, con una blancura nítida y fúnebre, como el sudario de una virgen muerta: blancos el puente y el río, blanca la cuesta de las Cambroneras, los tejados del barrio y los áridos desmontes. El silencio era completo; la soledad absoluta.
Correteaba con ellos por las avenidas entre los gritos de las aves exóticas, formaba grandes ramos de flores, y él tenía que ocultarse en los pisos altos huyendo de esta alegría infantil, á la que encontraba algo de desesperado y fúnebre. Las noches le parecían interminables.
Su situación en aquella casa fúnebre, la tristeza en que vive y se consume, ¿no serán causa de que desee libertad, vida, afectos, todo lo que allí no tiene, ni puede, ni sabe darle ese joven indiferente, ocupado por la pasión política? Confiese usted que la situación era la más á propósito para que yo aspirara á merecer de ella algo más que gratitud. Resolví sacarla de allí, llevármela.
Durante muchos años, desde que se retiró Fray Miguel al claustro hasta mucho después, el completo menosprecio del mundo, o sea del linaje humano en general y de su pueblo en particular, había estado en perfecta consonancia con el menosprecio de sí mismo que Fray Miguel sentía, de donde resultaba una tranquilidad fúnebre.
Mientras el juez y el médico entraban en la pieza vecina, donde una dolorosa sorpresa les aguardaba, le Tas arrastró al conde hasta la cama, le obligó a mirar a su antigua amante y le hizo oír una oración fúnebre que le puso el cabello de punta.
El duelo se despidió sin ceremonia; a latigazos lo despedía el viento con disciplinas de agua helada. Don Pompeyo Guimarán salió del cementerio el último. «Era su deber». Había cerrado la noche. Se detuvo solo, completamente solo, en lo alto de la cuesta. «A su espalda, a veinte pasos tenía la tapia fúnebre.
Palabra del Dia
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