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Actualizado: 14 de mayo de 2025
¡Vaya! exclamó. ¡Hemos concluido! El P. Solís quedará contento. Y volviéndose cautelosamente para ver si estábamos solos, agregó: ¿No lee usted ya? Ha tiempo que cerré el libro. ¿Qué hacía usted? Verla a usted. ¿Verme? Sí; admirar tanta belleza.... ¿Tanta belleza? Parece que el señor don Rodolfo se ha vuelto galante....
Constantemente estábamos visitando sitios desconocidos, puertos en donde no había entrado aun el europeo. Sil Wilkins, mi capitán, era un hombre de genio. Con frecuencia teníamos que batirnos, ya con los merodeadores chinos del golfo de Tonkín, como con los piratas moros que pululan por aquellas latitudes, y dan muestra de un valor y de una audacia asombrosos.
¿No sabe la señora a quién vimos en el paseo? Pues estábamos ya para venirnos cuando veo cruzar una mujer de mantón... Aquella mujer parece Aurora, digo para mí... Y así fue como lo pensé: la misma Aurora que había venido a Madrid a comprar zapatitos para los niños y se marchaba a su casa.
Estábamos envueltos por el enemigo, cuya artillería lanzaba una espantosa lluvia de balas y de metralla sobre nuestro navío, lo mismo que sobre el Bucentauro.
Siempre habrá una nación continuó que esté encima de las otras... Nosotros apenas somos algo en el presente, y según he leído, España pesó sobre el mundo entero durante siglo y medio. Estábamos en todas partes: nos encontraban hasta en la sopa. Después le llegó el turno á Francia. Ahora es Inglaterra... A mí no me molesta que un pueblo se coloque sobre los demás.
Mientras permanecíamos sentados meditando, advertí que estábamos justamente en el punto por donde es más seguro ver pasar, a esa hora, a las figuras políticas más prominentes del día, ya para sus diferentes oficinas, o ya en camino al parlamento, donde iba a abrirse la sesión.
Estábamos en el hotel á las doce. Tomamos un poco de salchichon y de jamon en dulce, más una copa de macon por remate. ¡Poder de Dios, qué vino! Ni es ágrio ni amargo, y es amargo y ágrio, y tiene otra cosa que no sé definir.
A las diez de la mañana logramos salir sanos y salvos de la Aduana y fuimos á instalarnos en el hermoso hotel del «Comercio». Estábamos impacientes por trepar á una de las torres mas altas de la ciudad para poder abarcar con la vista todo el panorama, y aunque el sol calcinaba con sus lenguas de fuego la isla de Leon, no quisimos esperar la tarde.
Desenganchamos el ancla, por si la cuerda nos podía servir, y descansamos. Estábamos sobre una cornisa de piedra carcomida, llena de agujeros y de lapas, que corría en pendiente suave hacia el interior de la cueva. Unos pasos más adentro, en su borde, habia un tronco de árbol, lo que me dió la impresión de que esta cornisa era un camino que llevaba a alguna parte.
La tormenta estaba encima. Son ustedes muy maliciosas. Es cierto que estuve en la casa del señor Fernández..., ¿y qué? ¡Vaya! ¡Vaya! Confiesa usted... exclamó Luisa, abanicándose. Nada tiene de extraño. Ya saben ustedes que los negocios.... Fuí a recoger una firma. ¡Puede! Si nosotras estábamos allí.... Fuimos a pagar la visita. Ya nos daba vergüenza ver a Gabriela.
Palabra del Dia
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