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Actualizado: 19 de julio de 2025
Ya no chillaban los carros de regreso de las tierras: ya no se oían los gritos de los paisanos azuzando al ganado al meterlo en el establo: ya no sonaban las esquilas de las vacas, ni mugían alegremente los becerros al sentir cerca a sus madres. Sólo las notas prolongadas, tristes, del canto de un aldeano se dejaban oír suavemente, apagadas por la distancia.
Primero el bosque, luego la casa con su corrada; después un jardín vasto y abandonado; enseguida praderas inmensas que se extienden por la falda de la colina y llegan hasta el río y aun lo salvan y se dilatan por la opuesta orilla. Por estas praderas se ve pastando el ganado, se oyen sus esquilas y los ladridos de los perros.
Del río y de la selva brotaba el concierto misterioso con que las aguas, las plantas y los animales daban su adiós al día. Sonaban á lo lejos las esquilas de los ganados y el último tiro del fatigado cazador, mientras que en las cumbres de los montes resplandecía la hoguera de los pastores y modulaba el viento lánguidos sollozos que parecían el lejano murmullo de Madrid.....
Sonaban las esquilas del ganado; mugían los terneros; detrás del rebaño marchábamos rapaces y rapazas cantando á coro un antiguo romance. Todo en la tierra era reposo; en el aire todo amor. Al llegar á la aldea, mi padre me recibía con un beso.
La luz y los ruidos llegan por sacudidas, y las esquilas de los rebaños, oídas repentinamente y olvidadas después, perdiéndose entre el viento, suenan de nuevo bajo la puerta desencajada, con el hechizo de un estribillo de canción... La hora exquisita es el crepúsculo, un poco antes del regreso de los cazadores. Entonces el viento está tranquilo. Salgo un instante.
Y de allí venía una leve brisa helada que coloreaba los dedos y la punta de la nariz, vigorizando los músculos y produciendo cosquilleo en los ojos. La campiña se preparaba a dormir, exhalaba un suspiro de bienestar, mezcla confusa de voces y mugidos, rechinar de carros, tañido de esquilas y rumor de olas, fundido todo y armonizado en la amplitud de la llanura ilimitada.
Horas y horas, hasta el crepúsculo, pasaba soñando despierto, en una cumbre, oyendo las esquilas del ganado esparcido por el cueto ¿y qué soñaba? que allá, allá abajo, en el ancho mundo, muy lejos, había una ciudad inmensa, como cien veces el lugar de Tarsa, y más; aquella ciudad se llamaba Vetusta, era mucho mayor que San Gil de la Llana, la cabeza del partido, que él tampoco había visto.
Delante la gran Peña-Mea que parecía echárseles encima; detrás verdes praderas en declive, torrentes espumosos, gargantas estrechas, sombra, frescura, gratos olores, un silencio augusto y solemne que sólo interrumpían de vez en cuando las esquilas del ganado ó el lejano chirrido de alguna carreta. La brisa, cargada de aromas, templaba el rigor de los rayos solares.
Desde el pretil veíanse rebaños de obscuras ovejas, que al compás perezoso de las esquilas iban en busca del corral, mientras que por la parte de arriba, por la carretera polvorienta, marchaban también en retirada los rebaños del trabajo, gentes de espalda encorvada y blusa vieja, con la cara sudorosa y el saco de herramientas a la espalda. La melancolía del crepúsculo se apoderaba de Juanito.
Palabra del Dia
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