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Fray Miguel, al empezar este relato y al presentarle yo a mis lectores, no era escritor, ni predicador, ni por nada se distinguía. Cualquiera otro fraile de su mismo convento era más notable que él. Antes de entrar en la vida religiosa tampoco había conseguido señalarse.

El indio, dice aquel escritor, tiene una pasión inveterada por este juego, que ocupa el primer lugar entre sus diversiones. El gallo es el principal objeto de su cuidado, su compañero asiduo y lo lleva hasta la puerta de la iglesia, en donde lo deja atado á un palo de caña clavado en tierra, hasta que termina la misa.

Claro es que no se le han de exigir las mismas horas de trabajo que a un covachuelista, porque el del escritor es más intenso; pero se marcará las que sin detrimento de la salud pueda llenar.

Yo, Fígaro, soy de ello una viva prueba: no bien me había tentado el enemigo malo, y sentí los primeros pujos de escritor público, cuando dieron en írseme los ojos tras cada periódico que veía, y era mi pío por mañana y noche: ¿Cuándo seré redactor de periódico?

Para otorgar su aplauso es preciso que el escritor le deslumbre o por el número de obras, o por su desmesurada magnitud, o por el relumbrón de los efectos, o con descripciones aparatosas y prolijos análisis de caracteres, tan prolijos como falsos, o con un lenguaje arcaico y pedantesco. El vulgo desprecia lo sincero, lo natural, lo armónico.

Pero yo, que soy franco hasta el cinismo, confieso que no guardo un triste recuerdo de los largos años de revolución, ni he derramado una lágrima en memoria de estos señores que conocieron los goces de una autoridad sin límites y la desesperación de un final trágico. Al principio fuí simplemente escritor de á caballo.

Casi todos los poetas franceses de su tiempo eran muy jóvenes. «En Francia», decía en burla el crítico Moreau, «ya no hay quien respete a un escritor si tiene más de dieciocho añosEl inglés Congreve escribió a los diecinueve su novela Incógnita, y todas sus comedias antes de los veinticinco.

Lo que las musas lloraron este enlace, no es para contado; porque viéndose en la holgura, trocó el escritor los poco nutritivos laureles por la prosáica hartura de su nueva vida; y cuéntase que colgó su pluma de una espetera, como Cide Hamete, para que de ningún ramplón novelista fuera en lo sucesivo tocada.

Me hace acordar el señor Cané a la figura tan simpática y tan análoga de aquel brillantísimo espíritu francés que se llamó Prevost-Paradol; también fue un escritor que pudo haber fácilmente traspuesto las más altas cumbres: dotes, preparación, ambición, todo poseía. El éxito le sonrió siempre... Pero abandonó las letras por la política, y cambió la lucha activa por el reposo diplomático.

Por último, esa sencillez en el escritor, despreocupación en el hombre, proverbialmente suya, que consiste en el olvido de la propia persona para consagrarse a los otros, al culto de una idea o ideal que suele ser siempre una obsesión constante en los predestinados.