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Actualizado: 27 de mayo de 2025


El hombre reflejado allí no está tan alejado de la elegancia de aquellos que antes envidiaba. Se sonríe con burla. Empezó a comprender por qué atraía la atención de aquella joven del vagón; este éxito se lo debo a mi nuevo sastre.

Comparaba aquel inocente dolor con el mío, le envidiaba amargamente el derecho que tenía de manifestarlo y no hallaba ni una palabra para consolarla.

Supongo que la señora Percival todavía permanece aquí, ¿no es verdad? inquirí después de un momento, al recuperar mi calma y tranquilizarme de la impresión que me había hecho el encontrar al aventurero y a su hija en posesión completa de esa espléndida mansión que medio Londres admiraba y la otra mitad envidiaba; la mansión que había aparecido tantas veces descripta y fotografiada en los magazines y periódicos de las damas.

¡No había en la multitud un alma que armonizara con la mía, y envidiaba de corazón a los cabos y sargentos que de nada se asombraban y parecían saberlo todo, no sabiendo nada en realidad, y a los soldados como yo, a quienes no les preocupaba lo que ignoraban, sino lo poco que sabían y tenían el coraje de estar alegres y de reír!

Mi pobre cabeza se ha debilitado mucho con la soledad y con la pena, lo que, seguramente, me habrá hecho olvidar muchos detalles. Pero lo absolutamente cierto es que el señor de Sorege no era un amigo sincero del señorito Jacobo, al que envidiaba y que el día en que le vió perdido aparentó querer salvarle porque estaba seguro de no lograrlo. El viejo se calló.

El rebaño de la pobreza no podía gozar de este placer de los ricos; pero lo envidiaba, soñando con la embriaguez como la mayor de las felicidades. En sus momentos de cólera, de protesta, bastaba poner el vino al alcance de sus manos para que todos sonriesen viendo dorada y luminosa su miseria al través del vaso lleno de oro líquido. ¡El vino! exclamaba Salvatierra.

Sentía la nostalgia de lo extraordinario, de lo original; le agitaba el ansia de aventuras de la juventud, y dueño de un distrito heredero de un señorío casi feudal, leía con el respeto supersticioso de un patán, el nombre de un escritor, de un pintor cualquiera; «gente perdida que no tiene sobre qué caerse muerta», según declaraba su madre, pero que él envidiaba en secreto, imaginándose una existencia llena de placeres y aventuras.

Ana envidiaba en tales horas aquella existencia de árbol inteligente, y se apoyaba y casi recostaba en Frígilis como en una encina venerable. Y detrás venía el otro, ella lo sentía. A veces hablaba con Ana don Álvaro y Ana contestaba con voz afable, como en pago de su prudencia, de su paciencia y de su martirio.... «Porque, sin duda, sufrir tanto tiempo a Quintanar era un martirio».

La pobre gente le envidiaba al verle poderoso, diputado tan joven; y él quería ser... ¿a qué no lo adivinaba? ¡qué cosas tan absurdas! ¡que no se burlara Leonora!

Te aseguro que es gran beneficio del cielo el sacarnos de aquí cuanto antes. »Y lo sentía como lo afirmaba..., y yo, ¿yo si que le envidiaba aquella conciencia pura y tranquila en que se reflejaba su ardiente fe, como el sol en un espejo! »También en aquella escena, que fue larga, parecíamos Ángel y yo los enfermos, y Luz la enfermera.

Palabra del Dia

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