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Actualizado: 20 de septiembre de 2025


Lo contemplaba con atención anhelante algunos instantes, se llevaba el pañuelo á los ojos y proseguía su paseo. D.ª Robustiana entreabrió la puerta y asomó tímidamente la cabeza. Señor, ahí abajo está Flora que viene á darle el pésame.

Me había engañado, porque, a poco rato, la cortina se entreabrió de nuevo, y una mano apareció sosteniendo dos botines largos y delgados, que dejó caer sobre el piso. Luego, una o dos vueltas, la inmovilidad y el respirar sereno e igual. Buenas noches. Más tarde contaba en Nueva York la aventura a un amigo mío, americano, y el buen yanqui movía tristemente la cabeza.

Me levanté y fuí adentro, a las piezas bien conocidas, donde aún estaba mi revólver. Cuando volví, ella tenía los párpados cerrados. Matémonos le dije. Entreabrió los ojos, y durante un minuto no apartó la mirada de . Su frente límpida volvió a tener el mismo movimiento de cansado éxtasis: Matémonos murmuró.

En esto oyó que se hablaba recio en el despacho de su padre. Entreabrió la puerta de su gabinete y escuchó.

¡A bailar, a bailar! gritaron Paco, Edelmira, Obdulia y Ronzal. Para Trabuco era el paraíso aquel baile que él llamó clandestino, allí, entre los mejores, lejos del vulgo de la clase media.... Se entreabrió la puerta para oír mejor la música, se separó la mesa hacia un rincón, y apretándose unas a otras las parejas, sin poder moverse del sitio que tomaban, se empezó aquel baile improvisado.

Con un poco de trabajo transportaron a Relimpio al sofá, donde le tendieron, y él entonces entreabrió los ojos y los labios echando una mirada y un suspiro sobre el mundo, de que se alejaba para siempre. La notabilísima alteración de las facciones del anciano alarmó a Miquis, el cual respondía con muda expresión de desconsuelo a las apremiantes interrogaciones de Emilia.

Jacobo leyó todo ello con atención, mas sin sorpresa, y como si todo lo que allí se trataba le fuera conocido; tan sólo al recorrer los últimos artículos en que el nombre del marqués de Sabadell aparecía consignado, una sonrisa truhanesca entreabrió sus labios mientras murmuraba: ¡Ah, pillo!...

La ventana no se entreabrió siquiera. A la tarde salió por la Puerta de San Vicente y fue a sentarse frente a la muralla. ¡La figurita diminuta que asomaba de ordinario allí arriba, sobre las almenas, con el rostro vuelto hacia él, no apareció, ni volvería a aparecer nunca más!

A aquel bollo blando, que aún parecía conservar la inconsistencia del gelatinoso protoplasma, que aún no tenía conciencia de propio ni vivía más que para la sensación, la madre le atribuía sentido y presciencia, le insuflaba en locos besos su alma propia, y, en su concepto, la chiquilla lo entendía todo y sabía y ejecutaba mil cosas oportunísimas, y hasta se mofaba discretamente, a su manera, de los dichos y hechos del ama. «Delirios impuestos por la naturaleza con muy sabios fines», explicaba Juncal. ¡Qué fue el primer día en que una sonrisa borró la grave y cómica seriedad de la diminuta cara y entreabrió con celeste expresión el estrecho filete de los labios!

Por fin, el dueño de casa entreabrió la puerta de la pulpería, tendió el oído, y como hombre habituado a esos pequeños incidentes de la vida, se dio vuelta tranquilamente y dijo a la mujer que despachaba en el mostrador: Ruperta, dame la alpargata. Si aquel hombre hubiera dicho: «dame una alpargata», no me habría llamado la atención.

Palabra del Dia

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