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Actualizado: 13 de julio de 2025
Dentro de diez minutos llegará mi mujer; mientras tanto, pues, le suplico que escuche con atención y escriba a mi dictado. Yo le daré todos los pormenores del caso, que como verá, es cosa bien sencilla. Empezaré por decirle que contaba yo muy pocos años de edad, cuando murió mi padre, legándome una fortuna cuantiosa.
Su primer movimiento, dictado por un afecto que parecía materno, fue correr detrás del animal, tan cercano al peligro; pero su esposo la contuvo, diciendo: Deja que se lleve el demonio a Lili, mujer; él volverá. No se puede bajar, porque este césped es muy resbaladizo.
En cuanto al pasto intelectual, la Señana creía firmemente que con la erudición de su esposo el señor Centeno, adquirida en copiosas lecturas, tenía bastante la familia para merecer el dictado de sapientísima, por lo cual no trató de atiborrar el espíritu de sus hijos con las rancias enseñanzas que se dan en la escuela.
Cárlos V. siguiendo la tradición de sus abuelos, así en Aragón como en los antiguos reinos de la monarquía, envió a Teruel, entre otros a Juan Perez de Escanilla, que murió en una conmoción popular que había salido a sosegar; viniendo después por orden de Felipe II D. Matías de Moncayo, Señor de Ráfales, que aparece en la historia con el nuevo dictado de presidente de Teruel.
Lo mismo el público que los críticos viven ahora constantemente alerta contra la inverosimilitud, y apenas un pobre autor echa el pie fuera del camino trillado, caen todos sobre él con el dictado de falso en los labios. Pero, por lo común, sólo contra la inverosimilitud material dirigen sus tiros. La inverosimilitud moral se les escapa la mayor parte de las veces.
Hasta el presente, no obstante cuantas se han dictado, han producido escasos resultados, tanto para el Gobierno como para el país, llegando á dañar en algunas ocasiones hasta aquellas que sólo prometían un éxito feliz. Y es que se edifica sobre terreno sin consistencia.
Casi en el medio de la habitación, junto a un escritorio elevadísimo, donde don Anselmo acostumbraba a escribir bajo el dictado de don Eleazar, sentado sobre un esqueleto de silla, estaba éste, desayunándose, delante de una mesita muy poco más grande que el plato en que comía.
Y don Rodrigo, armado con aquellas cartas, obrando por cuenta propia, era omnipotente: hubiera dictado condiciones á Margarita de Austria, te hubiera vencido, hubiera ocupado acaso ya tu lugar, un lugar que, si no le pones fuera de combate, ocupará algún día; ¿comprendes ahora todo lo que debes á ese afortunado joven? ¡Oh! ¡oh! ¡y yo ciego!...
Dirigirse en derechura al señor de Ágreda, era bobada: un hombre de sus antecedentes políticos no se expondría por nada del mundo a que otro senador más avanzado le arrojase al rostro en plena sesión el dictado de protector de monjas; y en cuanto a determinar la intervención de Paz, entendía que era expuesto.
Alimentar ese nuevo amor no era, por lo tanto, posible, sin renunciar a las atenuaciones que, en la ambigüedad de su estado, la substraían a la condena o la permitían por lo menos, abrigar la esperanza de que podría evitar su rigor. «Esta idea me convenció: que para las almas, fuertes no se necesita que la ley esté escrita en un libro: basta comprenderla.» ¿Era posible que hubiera olvidado sus propias palabras, el sentimiento que se las había dictado?
Palabra del Dia
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