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Jamás Visita hizo la niña de mejor buena fe, jamás Obdulia consintió a Joaquín más tonterías, según su vocabulario lleno de eufemismos; Edelmira y Paco hicieron unas paces rotas ocho días antes; hasta los viejos cantaron, bailaron un minué y corrieron por el bosque; don Víctor hizo diabluras y se cayó al río, pretendiendo saltarlo de un brinco por cierto paraje estrecho.

Porque no me da la gana..., hala... respondía Mariano saliendo de su somnolencia intelectual por la virtud de un pellizco. Pues ve a que te mantenga el obispo. No necesito que usted me mantenga. Tengo de acá. ¡Anda, anda, chaval desorejado!... ¡Y con qué tipos te ajuntarás para allegar eso! ¿Qué diabluras haces? ¿En qué te ocupas por las noches? ¿Qué llevas aquí debajo de la blusa? El copón.

Grandote y bravucón para los compañeros de torada, mostrábase de una servidumbre cariñosa con el amo y su familia. Era como esos mastines feroces con los extraños, a los cuales los niños de la casa tiran de la cola y las orejas, aguantando con ronquidos de bondad todas sus diabluras.

Además, revolvía la cómoda de Julián, deshacía la cama brincando encima, y un día llegó al extremo de prender fuego a las botas de su profesor, llenándolas de fósforos encendidos. Bien aguantaría Julián estas diabluras con la esperanza de sacar algo en limpio de semejante hereje; pero se complicaron con otra cosa bastante más desagradable: las idas y venidas frecuentes de Sabel por su habitación.

La frase acá estamos todos tuvo origen, según el vulgo, en un cuentecillo relatado mil veces por las abuelas a sus nietezuelos: «Un duende hacía tantas diabluras en una casa, escondiendo mil cosillas, y rompiendo otras mil, que el inquilino, por huir de él, se resolvió a mudarse a otro barrio.

Rafaelito habíase disfrazado de clown, y con otros de su calaña ocupaba un carro de mudanzas, sobre cuya cubierta hacían diabluras y saludaban con palabras groseras a todas las muchachas que estaban a tiro de sus voces aflautadas. ¡Vaya unos chicos graciosos! El carruaje de doña Manuela llevaba escolta.

Tampoco estaban ellos para bromas. En cambio, celebrábase gran fiesta en una casa de ricos comerciantes del barrio de Abajo, la de Sobrado Hermanos. Era el santo de Baltasar, único vástago masculino del tronco de los Sobrados, y cuando más diabluras hacía fuera el viento, circulaban en el comedor los postres de una pesada comida de provincia, en que el gusto no había enmendado la abundancia.

Andaba por ahí con un gabán perenne y sucio; pero ya dejaba traslucir sus disposiciones para la intriga; adulaba a todo el mundo, y agenciaba cosas de poco valor en las oficinas. Empezó a levantar cabeza, trabajando elecciones por los pueblos del Alto Aragón. Hacía diabluras, resucitaba muertos, enterraba vivos, fabricaba listas, encantaba urnas.

El corcovadito le maltrataba de diario, aguzaba el ingenio para atormentarle, y todos los días inventaba nuevas diabluras contra el pobre animal que, cansado de las fechorías del muchacho, escapaba, gruñendo, para volver a poco, cariñoso y sumiso, a lamerle las manos.

Nuestro joven doctor se entretiene ahora en medir cráneos; se ha metido en el osario del Camposanto, y allí anda, ayudado por el enterrador, llenando de perdigones las venerables calaveras de nuestros antepasados, pesándolas y haciendo con ellas una porción de diabluras. Recalde tiene talento, ha estado en Alemania y sabe mucho; pero yo, la verdad, no creo gran cosa en sus afirmaciones.