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Actualizado: 6 de mayo de 2025
Por cierto estraña y nunca vista cosa, Despavilé la vista, y parecióme Verme en medio de una ciudad famosa. Admiración y grima el caso dióme, Torné á mirar, porque el temor ó engaño No de mi buen discurso el paso tome. Y dixeme á mi mismo: no me engaño.
Dióme tristeza la disposición del alcalde cuando la supe, pero no era posible evitarla ya, y además la aprehensión de Pablo era el pararrayos que salvaba a los demás jóvenes del pueblo. Algunas gentes compadecieron al pobre muchacho; pero ninguno se atrevió a abogar por su libertad, y el oficial lo recibió preso.
Guardó un momento silencio Quevedo, y luego dijo con voz sonante y hueca, cortando los versos de una manera acompasada, y dándoles cierta canturía: Dióme Dios, por darme mucho, con una suerte perversa, cabeza dos veces grande, y pies para sostenerla. Vine al mundo como soy, aunque venir no quisiera; la culpa fué de mi madre, que no se murió doncella.
Durante un año entero, después de ese fracaso, proseguí inyectándome. Un largo viaje emprendido dióme no sé qué misteriosas fuerzas de reacción, y me enamoré entonces. La voz calló. El sepulturero, que escuchaba con la babeante sonrisa fija siempre en su cara, acercó su ojo y creyó notar un velo ligeramente opaco y vidrioso en los de su interlocutor.
Y como sintió que tenía la cabeza par de la piedra, afirmó recio la mano y dióme una gran calabazada en el diablo del toro, que más de tres días me duró el dolor de la cornada, y díjome: "Necio, aprende; que el mozo del ciego un punto ha de saber más que el diablo." Y rió mucho la burla. Parescióme que en aquel instante desperté de la simpleza en que como niño dormido estaba.
El solidado le respondía: "Bien se echa de ver, padre, que no ha sido soldado, pues me reprehende mi propio oficio." Dióme a mí gran risa de ver en lo que ponía la soldadesca, y eché de ver era algún picarón; porque entre ellos no hay costumbre tan aborrecida de los de importancia, cuando no de todos.
Diome el Señor, para compensarme de la ceguera, una memoria feliz, y gracias a ella he sacado algún provecho de las lecturas; pues aunque éstas han sido sin método, yo al fin y al cabo he logrado poner algún orden en las ideas que iban entrando en mi entendimiento. ¡Qué delicias tan grandes las mías al entender el orden admirable del Universo, el concertado rodar de los astros, el giro de los átomos pequeñitos, y después las leyes, más admirable aún, que gobiernan nuestra alma!
Bien puede ser que un caballero sea desamorado, pero no puede ser, hablando en todo rigor, que sea desagradecido. Quísome bien, al parecer, Altisidora; diome los tres tocadores que sabes, lloró en mi partida, maldíjome, vituperóme, quejóse, a despecho de la vergüenza, públicamente: señales todas de que me adoraba, que las iras de los amantes suelen parar en maldiciones.
Entramos en la posada todos tres juntos, ya anochecido; mandamos aderezar la cena -era viernes-, y entre tanto, el ermitaño dijo: -Entretengámonos un rato, que la ociosidad es madre de los vicios; juguemos avemarías. Y dejó caer de la manga el descuadernado. Diome a mí gran risa al ver aquello, considerando en las cuentas.
Figuraos, pues, mi extrañeza, cuando vi un hombrecillo de andar pesado acercarse al carricoche y exclamar: Buen día, mi sobrina; casi, casi, estoy por creer que he tenido que esperar. Diome la mano para bajar del coche, y me besó cordialmente, tras de lo cual, midiéndome de pies a cabeza me dijo: No más alta que una elfa, pero terriblemente linda.
Palabra del Dia
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