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Actualizado: 25 de julio de 2025


Recomendamos á los futuros comentaristas de Shakespeare la escena de la tragedia italiana, en que el sacerdote da el narcótico á Hadriana; la en que la última vacía la redoma, y la de su despertar en la bóveda, por su notable semejanza. V. Walker's, Historical memoir on Italian tragedy, London, 1799, págs. 49 y siguientes.

El grande hombre estaba enfermo. Había transcurrido cerca de un mes sin que Aresti fuese á verle, pues no quería despertar con su presencia los recuerdos del millonario. De vez en cuando, llegaban á él vagas noticias del estado de Sánchez Morueta por los contratistas de las minas. Don José no iba al escritorio; don José estaba enfermo en su palacio de Las Arenas.

Persuadido de que en las Relaciones «la verdad se halla frecuentemente alterada, el sentido histórico camina forzado á un fin, y son, más bien que narración imparcial, alegato jurídico en propia defensaacometió el estudio del personaje acopiando materiales de la época que le dió notoriedad desdichada, y bosquejó otro retrato en que, si por algo asoma la pasión humana, se ve influída de la conmiseración que no dejan nunca de despertar en almas generosas los grandes infortunios.

Señora le dijo a mi tía, que conmigo le acompañaba. Una vez más le agradezco el interés que no se ha desmentido por espacio de cuatro años. He procurado lo mejor que he podido despertar en Domingo el amor al estudio y las aficiones que corresponden a un hombre. Puede estar seguro de encontrarme en París cuando venga, siempre fiel a la amistad, en cualquier momento, igual que hoy.

Estas angustias del tío Barret por satisfacer su deuda sin poder conseguirlo acabaron por despertar en él cierto instinto de rebelión, haciendo surgir de su rudo pensamiento vagas y confusas ideas de justicia. ¿Por qué no eran suyos los campos?

Currita, deseando despertar la emulación en provecho de los pobrecitos heridos, distribuíalos de esta suerte, y era verdaderamente un encanto, que arrasaba en lágrimas los ojos, ver aquellas tiernas parejas de inocentes doncellitas de quince a veinte años, y castos mancebitos de veinte, treinta y hasta cuarenta, sacando hilas del mismo trapito, sosteniendo por lo bajo pláticas caritativas que les animaban a la santa obra, todo, por supuesto, bajo la inspección de la angelical condesa de Albornoz, que iba de un lado a otro distribuyendo las parejas, repartiendo los trapitos, recogiendo en bandejas de plata, ayudada de sus micos, la obra ya hecha; animando a los perezosos con una sonrisa, enfervorizando a los tibios con una palabra, prendiendo por todas partes el fuego de caridad que la abrasaba a ella misma.

Al despertar todas las mañanas se sorprendía Anita con una sonrisa en el alma y una plácida pereza en el cuerpo. Las tías le permitían levantarse tarde, y gozaba con delicia de aquellas horas. Para ella su lecho no estaba ya en aquel caserón de sus mayores, ni en Vetusta, ni en la tierra; estaba flotando en el aire, no sabía dónde.

Ahmed se hallaba entregado al sueño, bajo la salvaguardia de un negro fiel; pero, si bien es verdad que está escrito: «No despertarás a tu amigo cuando duerma», escrito está también: «Pero despiértale si hay peligro para él o para ti», y se procedió a despertar al buen Ahmed.

Me sentí despertar, y vi a mi amo arrojado sobre uno de los sofás de la cámara, con la cabeza oculta entre las manos en ademán de desesperación y sin cuidarse de su herida.

Debía andar alguien por los venerables salones de la otra parte del edificio: alguien que ella no podía saber quién fuese, pero que seguramente acababa de despertar de un sueño de siglos. Aquel palacio tenía un alma.

Palabra del Dia

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