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Actualizado: 31 de mayo de 2025


De pacer olvidadas escuchando o quizás consolándose de que poco o nada les dejen que pacer los rabadanes.

La religion no sofoca los sentimientos, solo los modera y los dirige; la prudencia no desecha el auxilio de las pasiones templadas, solo se guarda de su predominio. La armonía no se ha de producir en el hombre con el simultáneo desarrollo de las pasiones, sino con su represion; el contrapeso de las que se dejen funcionando no son solo las otras pasiones, sino principalmente la razon y la moral.

Brotó entonces del grupo de inglesas ese enérgico silbido que en todos los idiomas significa: «¡Silencio!: cállense ustedes, y oigan, o dejen oír siquieraLas españolas se dieron al codo, y prosiguieron impertérritas con sus cuchicheos. ¿No veis aquello? decía Lola Amézaga. ¿El qué... el qué... el qué? preguntaron todas. ¿Qué ha de ser?, Albares.

Cada uno de nuestros oradores es un Temístocles; con tal que le dejen hablar, él le dirá también a la guerra civil, al pretendiente, a toda calamidad: Pega, pero escucha. ¿Qué más cosas querían ver esas gentes, qué más, sobre todo, querían oír en poco menos de un año? No hay previsión me decía uno días pasados. ¡No hay previsión! exclamé. Esto ya es mala fe. Y todo ¿por qué?

Sin duda llegarán antes de una hora; hay que avisar a las avanzadas para que les dejen acercarse, pero sin armas y con antorchas; si vienen de otro modo, hay que recibirlos a tiros. Voy allí en seguida respondió el cazador. ¡Eh, Materne! Volverás pronto a casa con tus hijos para cenar. Bien, Juan Claudio, iremos. Materne se alejó.

Cálmese, don Melchor; no hable así; estos señores son mozos bien... ¿quiere que los hable?... ¡Quiero que se vayan cuanto antes! Y que me dejen en paz... ¡que se vayan a hablar mal de , a otra parte! repuso Melchor gritando como para ser oído por todos y entró a su cuarto diciendo en voz alta: ¡Ramona!... Deme un mate, que no he almorzado nada. Don Lorenzo, el coche está ya...

Los hortelanos son arteros y maliciosos; ya lo dicen los viejos sainetes y los cuentecillos de las florestas. Con sus mañas los hortelanos persuaden a las plantas silvestres a que dejen sus parajes bravíos; les dicen que en los cuadros de los huertos lucirán más su belleza; que tendrán lindas compañeras; que, en fin, estarán mejor cuidadas.

Y entonces tendrá que ver que al digno comerciante don Juan Peña, cuando suba a almorzar, se le cuelguen de los brazos unos cuantos angelitos cabezudos, de hinchados mofletes, y no le dejen tragar bocado con tranquilidad.

«Está bien pensó ; que se vayan todos, que me dejen solo. ¡Si creen que con eso van á hacerme desistir de que cumpla mi voluntad!...» Después reanudó su paseo. Sólo le quedaban unas horas para verse enfrente de aquel joven tan aborrecido por él. Lo iba á suprimir con frialdad, para que no continuase siendo un estorbo; lo mataría, estaba seguro de ello.

Deje usted, ahí tengo yo cuenta». Después todo aquello aparecía en la cuenta del Marqués. Equivocaciones; como habían ido sus criados a comprar.... Se comían la merienda. En la primera noche de tertulia se hacían los comentarios. Visita, ¿qué tal, nos hemos empeñado? Poca cosa... un piquillo... Pues a ver, a ver, que se pague. Nada más justo. A escote. Dejen ustedes, ¿se quieren ustedes callar?

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