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Al deslizarse los rayos del sol entre los postes, danzaban los átomos de aquel polvo que en capas seculares se extendía sobre las bóvedas. Movíanse al viento, como abanicos de gasa, las telarañas de muchos años. Los pasos de los visitantes provocaban en los rincones obscuros, tras los maderos abandonados, carreras precipitadas y locas de los ratones.

Suspiraba, llevábase una mano a la frente, como si le doliese. Mientras tanto, danzaban las parejas en el corro con una algazara loca, chocando unas con otras, empujándose intencionadamente, con encontronazos que casi derribaban a los espectadores, haciéndoles retirar las sillas. Dos mozos comenzaron a insultarse, tirando cada uno del brazo de la misma muchacha.

El doctor únicamente había sentido el roce de la vida, algún domingo por la tarde, en los chacolines de las afueras ó en la explanada de la Casilla, donde las criadas y los obreros danzaban, al son de orquestas callejeras, los bailes vascongados y de la montaña de Santander. Los demás estaban muertos por el fastidio ó corrompidos por la opresión.

Vivía aún, estaba cierto de ello, pero su vida era anormal, extraña, una larga vida de sombra e inconsciencia, con ligeros intervalos de luz. Abría los ojos y era de noche. El ventanillo estaba negro y la llama del candil lo coloreaba todo de inquietas manchas rojas que danzaban agarradas a las sombras. Volvía a abrirlos cuando sólo consideraba transcurridos unos instantes, y era ya de día.

Hasta el conde está borracho; borracho también ese jefe que hablaba con usted, y los demás. Algunos de ellos bailan medio desnudos. Deseaba callarse ciertos detalles, pero su verbosidad femenil saltó por encima de estos propósitos discretos. Algunos oficiales jóvenes se habían disfrazado con sombreros y vestidos de las señoras y danzaban dando gritos é imitando los contoneos femeniles.

Más lejos, en paraje descubierto, danzaban otros formando enormes círculos que giraban cadenciosamente al compás de sus cantos. Florita, ¿dónde tienes á Jacinto? preguntó una joven de la Pola á la gentil molinerita de Lorío. Ambas se hallaban próximas al hórreo contemplando el baile.

Algunas veces, al ver que las letras danzaban ante sus ojos y su cabeza parecía rodar, como si repeliese toda idea, sentía deseos de lucha, feroces anhelos de herir a alguien.

Y por su imaginación danzaban ideas sueltas, apenas esbozadas, que parecían buscarse y perseguirse para completar un pensamiento. De pronto, al sonar a lo lejos otra vez el quejumbroso padrenuestro de la fiera encerrada, el periodista se incorporó nerviosamente, como si acabase de atrapar la idea fugitiva, fijando su vista en aquel saco que estaba a los pies del recién llegado.

Siguió el paso gracioso de las tapadas de negro manto, que le hicieron recordar á su tío el médico. En las noches de remolienda apartaba su vista muchas veces de los beldades morenas y jóvenes que danzaban la zamacueca en medio del salón. Le interesaban las matronas envueltas en velos de luto que hacían sonar el piano y el arpa, acompañando la danza con cánticos suspirantes.

Al cabo de ellos, notóse que la afluencia de curiosos era sobradamente numerosa; se temió, no sin fundamento, un atropello feroz en el caso probable de una paliza popular; vióse, con justificable desagrado, que el gremio de modistas y de costureras, aprovechándose de los perdidos ecos de la orquesta, bailaba también á su compás en un prado inmediato; y, por último, se observó con indignación que más de una pareja de aquel campo, intrusándose á la descuidada en el vecino, danzaban en él después con una familiaridad que rayaba en provocación.