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Actualizado: 16 de junio de 2025
Después... la hermosa generala le dejó en la calle Mayor a la puerta de su casa, cuando ya los faroles, recién encendidos, rompían débilmente las sombras del crepúsculo. Hasta mañana... a las nueve en punto... ya sabes, en la esquina de la calle de las Infantas.
En algunos momentos de respiro se sentaba al lado del lecho y contemplaba fijamente con ojos ansiosos el rostro de la enferma. La alcoba estaba débilmente esclarecida por un quinqué que ardía a media mecha en la sala.
Todas las historias pasadas, los ecos de su vida de aventuras, llegados hasta ella débilmente y que jamás quiso creer considerándolos obra de la envidia, se los repitió doña Bernarda con su autoridad de señora formal y buena cristiana, incapaz de mentir.
Cabalmente los siglos medios serán objeto preferente de nuestras investigaciones, pues los albores del arte dramático, fin importantísimo de este trabajo, comienzan entonces á mostrarse débilmente en lontananza. Discutiremos luego si la indicada reunión de tan diversos elementos puede explicarnos claramente los orígenes del drama moderno.
Corrió D. Juan al gabinete y la halló desencajada; lívida, por los esfuerzos que unas violentísimas náuseas la obligaban a hacer. ¡Pronto! ¡A buscar el médico! gritó el pobre padre. Fernanda hizo un gesto negativo y articuló débilmente: No, que llamen al penitenciario. No hizo caso.
En tanto que el sepulturero abría la zanja, una brisa fresca y retozona oreaba el rostro del muerto, quien ciertamente no debía estarlo en regla, pues sus músculos empezaron a agitarse débilmente, abrió luego los ojos y, al fin, por uno de esos maravillosos instintos del organismo humano, hízose cargo de su situación.
Ya entre las tinieblas, en que aparecen envueltos los primeros tiempos del cristianismo, se descubren débilmente los ligeros contornos de esa senda, que había de terminar en tan encumbradísima montaña.
La muchacha habló débilmente de la necesidad de volver a casa en seguida, pero Isidro protestó. Su padre no iba a inquietarse por tan poca cosa; la creería, como otras veces, en casa de su compañera de Bellasvistas. Tal vez a aquellas horas estaría ya en el «Ventorro de las Latas», preparando su marcha a El Pardo. Unos faroles de papel iluminaban el merendero con difuso resplandor.
Serénese usted, que ningún mal ha causado más que a sí misma... Ni el inocente ni el culpable tienen nada que temer de mí. Que lo teman todo de Dios... Después de pedir muchas veces perdón y derramar infinitas lágrimas, Obdulia besó otra vez con devoción el anillo del prelado, y se levantó. Sin alzar los ojos del suelo murmuró débilmente: Adiós, señor obispo.
No; la puerta no... Un rectángulo de luz brumosa y azul se marcó en el muro lóbrego. Jaime acababa de abrir la ventana. El fulgor sideral iluminó débilmente la contracción de su rostro, un rictus frío, desesperado, cruel, que le daba gran semejanza con el comendador don Príamo y otros navegantes de guerra y destrucción, cuyos retratos se empolvaban en el palacio de Mallorca.
Palabra del Dia
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