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Actualizado: 29 de junio de 2025
Se ha dicho que la soledad es el abogado del diablo, señora, y es exactamente cierto respecto de la juventud. La soledad hace daño a Reina, y algunas distracciones le harán olvidar lo que al fin de cuentas no es más que una niñería. ¡Qué ideas más extravagantes tiene un cura! pensé yo. Tratar de niñería una cosa tan seria y creer que yo pueda olvidar algún día al señor de Couprat.
Vos no me habéis enseñado eso, señor cura exclamé. El desdichado cura pasaba durante esta conversación por un adelanto de las penas del purgatorio. Se enjugaba el rostro y con dificultad tragaba su café, que le sabía a amargura. El señor de Couprat se burla de ti. ¿Es cierto eso, primo? De ninguna manera respondió Pablo, que parecía que se divertía grandemente.
Entre muchas necedades, has llamado por su nombre de pila al señor de Couprat, así que le viste; yo estaba cerca de ti, y he visto que al caballero, que en ese momento te daba el brazo, le pareció muy chocante. ¡Oh, eso sí! ¡lo creo capaz de todo; parecía un ganso! Yo no soy un ganso, Reina, y te digo que es una inconveniencia. Pero, tío, es nuestro primo, lo vemos todos los días.
En una palabra, mi tío era un hombre de talento, de corazón y de bien. Yo le quería mucho, y si no hubiese hablado nunca de política, le hubiera creído sin defectos. En la vida privada era ejemplar. Quería con locura a su hija, y en cuanto a mi, pronto me tomó cariño. ¡Qué cosa horrible son los gobiernos! decía yo al señor de Couprat.
Es cierto, señor cura; pero os afirmo que un cura no entiende nada de todo esto. Ni tampoco Reina de Lavalle. Luego iré a darte lección, hijita. Así terminó la discusión más grave que he sostenido con mi cura. Entretanto pasaban los días y los días y como Pablo de Couprat no volviera, mi sistema nervioso se conmovió y dio muestras de una irritabilidad de mal augurio.
Pero, hija mía, tu pregunta es absurda, y la impresión de que hablas nada significa, ni vale la pena de ocuparse de ella. ¡Oh! esa no es mi opinión. Pienso a menudo en ello y he aquí lo que llevo descubierto; si la acción del señor de Couprat me ha sido grata, es porque es joven y podría ser mi marido, mientras que vos sois viejo, y luego un cura no se puede casar nunca.
Podías mirarte al espejo, Reina; el señor de Couprat te había dicho que eras linda. ¿Pablo de Couprat? exclamé. Cierto dijo mi tío, me he olvidado hablarte de él. Parece que se guareció en el Zarzal un día de tormenta. Bien lo recuerdo respondí ruborizándome. ¿Vendrá a almorzar el lunes, Blanca? Sí, papá, el comandante ha escrito aceptando la invitación. ¿Quién te ha vestido así, Reina?
Sin embargo, algunos días después del almuerzo de que he hablado, descubrí de un modo cierto que me había engañado groseramente, creyendo con toda simpleza, que el señor de Couprat estuviese enamorado mí. Sin embargo, como nunca he sido pesimista, me apresuré a argüir para consolarme.
Ante todo, decidme ¿por qué si vos me besarais la mano, lo hallaría ridículo y no muy agradable que digamos, aunque os quiero con todo mi corazón, mientras que sucede exactamente lo contrario cuando se trata del señor de Couprat? ¿Cómo, cómo? ¿Qué dices Reina? Digo que me ha sido muy agradable el que el señor de Couprat besara mi mano, mientras que si fuerais vos...
Mi tío contestó con premura que le sería muy grato recibir al señor de Kerveloch, y le invitó a almorzar, sin presumir que salía al paso a un acontecimiento que, desvaneciendo sus sueños, debía resucitarme la esperanza. Según nuestra costumbre, nos hallábamos reunidos en el salón. Blanca preocupada y sentada cerca del fuego, respondía con monosílabos al señor de Couprat.
Palabra del Dia
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