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Actualizado: 10 de mayo de 2025


Que haya obras de esta clase en el día y cuáles sean, es lo que yo no me atreveré a decidir. La sentencia es ardua. La posteridad la dictará sin duda. Limitémonos nosotros a reconocer el mérito relativo de los que interesan, divierten o entusiasman con sus escritos, aunque sea durante corto número de años, a determinado número de personas, que llamaremos su público.

Ahora continuó el señor Laubepin, después de un corto silencio, ha llegado el momento de decirle, señor marqués, que su señora madre, en previsión de las eventualidades que por desgracia se realizan hoy, me confió en depósito algunas alhajas cuyo valor se ha estimado en unos cincuenta mil francos.

¡Oh! no, señora, no prosiga usted... es suficiente con lo que me ha dicho... Me conmueve su interés hacia y los sentimientos que lo han inspirado... mas comprenderá que, cuestión tan grave como la que tratamos, no puede resolverse en un momento de enternecimiento... Permítame que medite sobre estos puntos con la calma que es de razón... Mi trabajo está ya terminado... aún puedo disponer de algunos días... Mi intención, que puede usted comunicar a su amiga, es consagrarlos a hacer un corto viaje al extranjero... una excursión a Suiza... Insisto más que nunca ahora en mi resolución, porque tengo necesidad de la ausencia para fijar mis ideas... Pienso partir mañana...

Aquí la mujer hizo un gesto da reserva. También es un gran patriota... Pero no hablemos de él. Había en sus palabras respeto y miedo. Se adivinaba su voluntad de no ocuparse de este altivo personaje. Un largo silencio. Freya, como si temiese los efectos de la meditación del capitán, la cortó de pronto con su charla apasionada.

Los que habían emprendido el viaje para morir en un hospital, vegetar toda la vida como dependientes de corto sueldo o sentar plaza en el ejército de Cuba, ésos no eran tenidos en cuenta. Al hacer la estadística de los abandonados ante la veleta de San Juan, don Eugenio García, fundador de la tienda de Las Tres Rosas, figuraba en primera línea.

¡Calla, burro, calla! Arrea un poco más y no grites que me duele la cabeza. Bartolo vestía al igual que Quino, el calzón corto, el chaleco y la montera, pero todo más viejo y desaseado. Era un mocetón robusto, de facciones abultadas y ojos saltones. Su modo de andar tan torcido y desvencijado que parecía que le acababan de dar cuatro palos sobre los riñones.

No era aburrimiento lo que tenía Miranda: era su mal del hígado, furiosamente exacerbado con el despecho de la ridícula aventura que cortó el viaje de novios.

Tomó las tijeras, y con mano firme cortó lo que faltaba. ¿Te hago daño? preguntó. Ninguno.

Disponíame yo para ir a pasar a su lado el corto tiempo que creía permanecer en Francia, y me hallaba en París con el objeto de ir preparando los regalos que tenía por costumbre llevar a mi madre y a mis hermanas siempre que las visitaba, después de un largo tiempo de ausencia.

Aplaudía la gente, gritaban los más entusiastas y nerviosos, rugía la música, y en medio de este estruendo, que iba esparciéndose por ambos lados, desde la puerta de salida hasta la presidencia, avanzaban las cuadrillas con una lentitud solemne, compensando lo corto del paso con el gentil braceo y el movimiento de los cuerpos.

Palabra del Dia

bagani

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