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Y el Todopoderoso continuó el tío Correa no pudo menos de reconocer cierta gracia en estos adornos mujeriles que al principio había considerado feísimos.

Ovejero pensó que él podía hacer lo mismo. La difunta Correa era una buena mujer y aceptaría seguramente desde el fondo de su tumba de piedras este préstamo.

El echose sobre ella, arrollándola al pie del parapeto y tapándole la boca con el manto para ahogar sus gemidos. Buscó su daga, y ya iba a desenvainarla, cuando un instinto rápido le contuvo. ¡Una correa!, ¡un cordel! ¿Dónde? Algo que pudiera anudarse. Intentó locamente desprenderse el cinturón, las ligas, los tirantes de la espada, el mismo cintillo del sombrero.

Su admiración por el viejo era tan grande, que consideró detalle de poca importancia el hecho de que no hubiese atravesado nunca la Puna de Atacama, ni conociera el lugar donde estaba el sepulcro de la difunta Correa. Un hombre de sus méritos sólo necesitaba unas cuantas explicaciones para hacer lo que le encargasen, aunque fuera en el otro extremo del planeta.

No pensemos en ella hasta la noche. Y nos separamos. Caminaba con soltura haciendo crujir su calzado finísimo, buscando con cuidado los sitios más secos del suelo para no ensuciarse de barro y balanceando su paquete de libros al extremo de una estrecha correa con hebillas como una brida inglesa.

Francisco Jiménez de Cisneros. Miguel González de Cunedo. Jerónimo de Cifuentes. Ambrosio de Cuenca y Argüello. Juan Hurtado Cisneros. Antonio Cardona. Diego Calleja. Jerónimo Cruz. Gabriel del Corral. Bartolomé Cortés. Pedro Correa. Francisco Cañizares. Antonio de Castro. Juan Delgado. Diego la Dueña. Pedro Destenoz y Lodosa. Diego Enríquez. Rodrigo Enríquez. Andrés Gil Enríquez.

Hablando con él una mañana de aquellos días tan crudos, y solos los dos en la cocina, que era su ordinario paradero entonces, yo animándole como podía y él conociendo la endeble calidad de mis estimulantes, acabó por decirme: No te canses, Marcelo: este ujano que me roe es más fuerte que y yo juntos, por grandes que sean tus cuidados y por dura que haya sido mi correa.

Era la «Viuda del farolito» y al mismo tiempo era también la difunta Correa.

Sus primeras torpezas, sus descuidos, sus malas respuestas, fueron castigadas tan severamente por el maestro, ayudado de una correa, que bien pronto el muchacho le cogió miedo, y con el miedo vino el respeto y cierta convicción de que la obediencia y el trabajo le convenían por el momento más que la holganza y la maldad.

Verdad es que Pellicer afirma que existen algunas de Cisneros, Correa y la Fuente; pero basta leer sus títulos para deducir que fueron escritas por sus autores en los últimos años de su vida, esto es, ya en tiempo de Lope de Vega, en el supuesto de que no provengan de otros de igual nombre.