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Actualizado: 27 de julio de 2025
No me veía harto de pisar el suelo alfombrado, de arrellanarme en los blandos sillones, de contemplarme en los espejos de los armarios, de recrear la vista en los cuadros de las paredes y en los bronces y porcelanas que coronaban los muebles de fantasía o guardaban las artísticas vidrieras, ni de tender mis huesos en la mullida y voluptuosa cama a esperar el sueño, que no tardaba en llegar, como un aleteo suavísimo de geniecillos bienhechores. ¡Qué poco se parecía todo aquello a la casona de Tablanca, tan grande, tan vieja, tan desnuda... y tan fría!
Señalaban premio a los corredores, honraban a los diestros, coronaban a los tiradores y subían al cielo de la alabanza a los que derribaban a otros en la tierra.
Orlaban las faldas de sus montañas blancos caseríos; en sus espaciosos valles asentaban risueñas poblaciones que se mantenian de la industria, del cultivo y del pastoreo; en sus pingües dehesas y cañadas se apacentaban ganados de toda especie; tendíanse por sus anchas lomas los viñedos con sus lagares, los olivares con sus vigas: por sus frescas vegas los edificios conventuales rodeados de granjas y cortijos; y coronaban sus empinados cerros fuertes castillos y atalayas, centro aquellos del poderío feudal, centinelas avanzadas estas de un Estado robusto y floreciente enclavado en tierra enemiga, único medio entonces conocido de comunicar con rapidez los sucesos prósperos ó adversos de la guerra.
Así que refrescaba el viento, las cabezas medio sumergidas se coronaban de espuma, lanzando rugidos; montañas de agua penetraban sordas y lívidas en la marítima garganta, y había que izar la vela y huir cuanto antes de este callejón, caos ruidoso de remolinos y corrientes.
Su blanco y sonrosado rostro, sus ojos azules y los rubios cabellos que coronaban su cabeza, cubierta de un lindo birrete de velludo blanco, por bajo del cual caían dichos cabellos en rizadas ondas de oro, casi hubieran dado al gentil extranjero la apariencia de una disfrazada andante damisela, si no hubieran mostrado que era muy hombre, la energía insolente de su mirar, su briosa apostura y el desahogo y la destreza conque manejaba y dominaba su fogoso caballo, que retenido por él hacía piernas, se encabritaba impaciente y tascaba el freno, cubriéndole de espuma.
Hasta se podían ver sus descarnados costillajes, cuyas puntas coronaban en desigual fila una de las alturas.
En la plaza de la blasonada ciudad nada había variado: la Parroquia estaba intacta, igual, como la dejé diez años antes, con su graciosa cúpula de azulejos, su torre arruinada, abriéndose al peso de sus campanas «ponderosas», como decía don Román la yerba crecida en el cementerio; el frontis del templo, festonado con espontáneos helechos que a lo largo de las cornisas lucían sus palmas séricas, y coronaban con gallardos plumajes el susodicho blasón que los villaverdinos ponen en todas partes.
Palabra del Dia
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