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Actualizado: 21 de junio de 2025


El hombre, obrero de París que tal vez cantaba un mes antes la Internacional, pidiendo la desaparición de los ejércitos y la fraternidad de todos los humanos, iba ahora en busca de la muerte. Su mujer contenía los sollozos y le admiraba. El cariño y la conmiseración le hacían insistir en sus recomendaciones.

La abrió precipitadamente, y miró la firma. Era de su padre también. Leyó enseguida la fecha y vio que la carta estaba escrita hacía más de quince años. La carta era lacónica. No contenía más que estas palabras: «Querida hija: El portador de esta carta será don Gregorio Salinas, escribano de Madrid, persona de toda mi confianza.

Preferían dormir al aire libre, teniendo por almohada el saco que contenía todos sus bienes terrenales y les había acompañado en sus peregrinaciones incesantes. Se encontraban allí hombres de casi todos los países de Europa.

Conoce usted bien su mar dijo con tono de aprobación. Ferragut iba á seguir hablando, pero entraron las dos señoras con una bandeja que contenía el servicio de y varios platos de pasteles. El capitán no extrañó esta falta de servidumbre. La doctora y su amiga eran para él unas mujeres de costumbres extraordinarias, y todos sus actos los encontraba lógicos y naturales.

Lo que le había parecido en el primer momento un envoltorio de ropas contenía una vida, y se negaba á dejarse llevar. Tuvo la certidumbre de que su oído le engañaba, con el trastorno de la emoción, al hacerle oir una voz de mujer; pero al mismo tiempo creyó que Celinda le había reconocido, llamándolo con desesperado lamento: ¡Papá!... ¡papá!...

Una carta para usted, señorita; de Granville. ¡Al fin! Liette desgarró el sobre con mano temblorosa. La carta era de Blanca y no contenía más que estas líneas: «Doy a usted, mi querida amiga, la primera noticia de un secreto que es una pena y también una dicha. Mi madre no es mi madre, y, sin embargo, me ha dicho muy bajito que yo podría aún ser su hija.

Quevedo había hecho llegar, valiéndose de frases hinchadas y misteriosas para obligar á los ciados, una carta al duque de Lerma, una carta que sólo contenía estos tres renglones: «Excelentísimo señor: Tengo en mis manos el cuchillo que puede cortaros la cabeza; pero yo os daré este cuchillo si me dais licencia para hablaros. Francisco de Quevedo

Sin embargo, sólo era por la noche, cuando había concluido su trabajo, que las sacaba para gozar de su compañía. Había sacado unos ladrillos del suelo, debajo del telar, y había hecho un agujero en el que colocó la olla de hierro que contenía las guineas y las monedas de plata. Cubría los ladrillos con arena siempre que los volvía a colocar en su sitio.

Cualquier periodiquillo, el más atrasado de noticias, contenía un suelto que, hábilmente leído, despertaba temores y esperanzas en el taller. Amparo empezaba por hacer señas al concurso para que estuviese prevenido a importantes revelaciones. Después comenzaba, con reposada voz: «Atravesamos momentos solemnes. De un día a otro deben cambiar de rumbo los acontecimientos...» Lo que yo digo.

En el bolsillo de una pequeña cartera de apuntes, que formaba parte de lo que había en la maleta, descubrí varias cartas, todas las cuales examiné y vi que no eran de importancia, salvo una, sucia y mal escrita en incorrecto italiano, que contenía algunas frases que despertaron mi curiosidad.

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