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Actualizado: 4 de junio de 2025


En la aldea comenzaban a tratarle con familiaridad: le llamaban D. Andrés el sobrino del señor cura, y le instaban para que entrase en las casas, y le agasajaban mucho cuando le tenían dentro. Se había corrido la voz de que era rico y que «escribía en los papelesNo había necesidad de más para que el pueblo entero le respetase y se interesase por su salud.

El público le excitaba a ello. Entre los hombres puestos de pie en la contrabarrera, con el cuerpo echado adelante para no perder un detalle del momento decisivo, reconoció a muchos aficionados populares que comenzaban a apartarse de él y volvían ahora a aplaudirle, conmovidos por su muestra de consideración al «pueblo». ¡Aprovéchate, güen mozo!... ¡Vamo a ve la verdá!... ¡Tírate de veras!

Maltrana siguió con la vista un buen rato al interesante personaje, motivo de regocijo para las criadas de las plazuelas y para los desocupados que se reúnen en tabernas y portales. «¡Y pensar se decía Isidro que si nace dos siglos antes hubiésemos tenido un San Vicente más!...» El joven olvidó pronto a su original amigo. Comenzaban a salir mujeres de la fábrica de gorras.

Tan pronto seguía con la vista inquieta aquel mar casi inmóvil, tan pronto la seguía en sus decrecimientos haciéndole creer que ya faltaba muy poco para llegar a sus límites naturales; y a medida que las tierras comenzaban a elevarse aquí y allá como pequeñas islas, su corazón renacía a la esperanza.

Otros, más audaces, asediaban á la costurerilla de la familia y comenzaban con ella una novela de amor, insípida y vulgar, conservándola en la casa de los padres que aceptaban sin protesta el amancebamiento á cambio de la protección del rico. Se desterraba al amor para permitir el negocio.

Era un recogimiento de iglesia, impregnado de misterio, un silencio grave, poético, solemne, y parecía sacrilegio turbarlo con una frase o un ademán. Los paseantes comenzaban a retirarse, y el leve crujido de la arena revelaba sus pasos lejanos.

En las charcas del río, las ranas comenzaban a templar sus instrumentos de dos notas para la interminable sinfonía de la noche; en la inmediata carretera sonaba el chirrido de los carros. La humedad del sombrío arbolado empapaba las ropas de Juanito, adormeciéndole.

Santorcaz opinó que yo debía aceptar el enganche, y yo fuí del mismo dictamen respecto a mi amigo; D.ª María ofreció equiparnos, mudando nuestras ropas por otras nuevas y mejores, y además comprometíase a mantener por algún tiempo a los que ya comenzaban a tener dudas acerca del pan que comerían al llegar a Córdoba.

El portero era un antiguo cabo de coros; el principal estaba ocupado por una agencia donde de sol a sol no se hacía otra cosa que poner voces a prueba; los demás pisos los habitaban cantantes que al saltar de la cama comenzaban a hacer ejercicios de garganta conmoviendo la casa del tejado a la cueva como si fuese una caja de música.

El terreno subía; comenzaban los campos pedregosos de secano, las primeras estribaciones de la sierra. El camino iba serpenteando entre arboledas. Pasaban ya ante las ventanillas del carruaje los primeros olivos. Febrer los conocía, había hablado de ellos muchas veces, y sin embargo, sintió la sensación de lo extraordinario, como si los viese por primera vez.

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