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Actualizado: 3 de junio de 2025
Nos hallábamos entonces al pie de una altísima sierra que se desenvolvía, a diestro y a siniestro, en interminable anfiteatro. ¿Por dónde tomamos ahora pregunté a Chisco , y adónde iremos a salir? Sí la veo contesté. La veo. Pos por ayí hemos de pasar. ¿Por entre los dos cuetos? Por encima de la lomba que va del unu al otru. ¿Por encima de aquella última? Por encima de la mesma.
Arrastrábame hacia allí la fuerza misteriosa de una curiosidad que tenía mucho de la atracción de los abismos. Llegó Chisco a la loma antes que yo, según costumbre, y aguardóme en ella con el brazo extendido ya, como la otra vez, para mostrarme lo que desde allí se veía... ¡Y por Dios crucificado que no era poco!
Después se acercó Chisco al enverjado, y por entre dos de sus barrotes metió el farol, que ya no necesitábamos, y le dejó en el suelo muy arrimado a la paredilla, para recogerle a la vuelta; mas no sin santiguarse antes de meter la mano y después de sacarla, ni sin contemplar la imagen con una veneración que tenía algo de recelosa, como si la pidiera, a la vez que seguridad para la prenda que dejaba allí depositada, perdón por lo que pudiera haber de irreverente en su atrevimiento.
Cuando se cerraran los portones de la casa, y Chisco no estuviera dentro de ella, y aquel infeliz señor lo supiera, y tuviéramos que enterarle de la verdad... ¡qué puñalada para él!
Preferí que creyera esto a descubrirle la verdad; le dejé reposando lo que él llamaba su comida, y me volví a mi ronda, de claro en claro, por todos los ventanillos de la casa. Continuaba encalmado el viento y nevaba muy poco; pero Chisco no asomaba por ninguna parte, ni una noticia de las que yo esperaba con un ansia que tocaba en lo febril.
A la derecha del peñón comenzaba una mancha verdinegra, como de monte bajo, que desaparecía pronto en las sombras de la barranca; y a la izquierda, un pedregal de poco relieve entretejido de malezas. Apuntando al peñón me dijo Pito Salces en cuanto nos vimos en la sierra, porque Chisco ya lo sabía por serle bien conocido el escenario: Ayí está la cueva aonde vamus. Me temblaron las carnes.
Acordéme entonces de Neluco y de Chisco, y supuse que la casa del primero sería una grande, de «cuatro aguas», que no distaba mucho del camino; y supuse bien, según respuesta que dio a una pregunta que le hice, un muchachuco más guapo que limpio de cara y de vestido, que jugaba, con otros de pelaje aún más humilde, en una brañuca próxima a la portalada.
¿Es éste el Ebro? pregunté a Chisco sin considerar que dejábamos sus fuentes muy atrás y sus aguas corriendo en dirección opuesta a la que llevábamos nosotros. ¿El Ebru? repitió el espolique admirado de mi pregunta . Echeli un galgu ya, por el andar que yevaba cuando le alcontremus nacienti.
Nadie estaba en el sitio que había ocupado antes de la tormenta, y Pepazos yacía sepultado de medio abajo en una pila de nieve, fuera del robledal y a muy pocos pasos de la barranca... ¡Pero faltaba uno! ¡faltaba Chisco! y no respondía a las voces con que se le llamaba, ni se le veía por ninguna parte... ¿Dónde buscarle? ¿Qué sitio había ocupado en el robledal? ¿Quién estuvo cerca de él? ¿Quién le había visto al reventar la cellerisca negra?
Como en la tertulia no se habló aquella noche de otra cosa que del lance de la cueva, al salir al día siguiente, antes que el sol, Pito Salces y Chisco con dos carros en busca de los dos osos muertos, sin necesidad de invitaciones los acompañaba medio escuadrón de gente moza; con cuyo auxilio pronto se vencieron las muchas dificultades que hubo para sacarlos de la cueva.
Palabra del Dia
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