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Chiripa había corrido mundo, y hablaba a su compañero de las grandes cosas vistas por él en lejanas provincias. Era hábil en el arte de viajar gratuitamente, colándose con disimulo en los trenes. El Zapaterín escuchaba con embeleso sus descripciones de Madrid, una ciudad de ensueño con su Plaza de Toros que era a modo de una catedral del toreo.

Y para certificar su identidad se quitaba la gorra, echando atrás la coleta: un mechón de a cuarta que llevaba tendido en lo alto de la cabeza. Su compañero de miseria era Chiripa, muchacho de su misma edad, pequeño de cuerpo y de ojos maliciosos, sin padre ni madre, que vagaba por Sevilla desde que tenía uso de razón y ejercía sobre Juanillo el dominio de la experiencia.

728 Muy pronto estuvo mi poncho lo mismo que cernidor; el chiripá estaba pior, y aunque para el frio soy guapo ya no me quedaba un trapo ni pa el frío, ni pa el calor. 729 En tan triste desabrigo tras de un mes, iba otro mes; guardaba silencio el Juez, la miseria me invadía, me acordaba de mi tía al verme en tal desnudez.

Por fin el triste bulto cayó en el polvo, y allí quedó, flácido e inerte, soltando líquido, como un pellejo agujereado que expele el vino a chorros. El pastor, con sus cabestros, se llevó el toro al corral, pues nadie osaba aproximarse a él, y el pobre Chiripa fue conducido sobre un jergón a cierto cuartucho del Ayuntamiento que servía de cárcel.

Los dos pilletes se miraron estupefactos. ¿Quién era el osado? ¿Será Chiripa? preguntó Celedonio entre airado y temeroso. No; es un carca, ¿no oyes el manteo? Bismarck tenía razón; el roce de la tela con la piedra producía un rumor silbante, como el de una voz apagada que impusiera silencio.

Un matador debe mostrar que le sobra el dinero en el ornato de su persona y convidando generosamente a todo el mundo. ¡Cuán lejos estaban los días en que él, con el pobre Chiripa, vagabundeaba por la misma acera, temiendo a la policía, contemplando a los toreros con admiración y recogiendo las colillas de sus cigarros!... Su trabajo en Madrid fue afortunado.

Pon ahora celos tormentosos, ansiedades, odios ardientes, angustias, todo, en fin, como en las ciudades; sólo cambian los trajes; en lugar de frac, chiripá; en vez de vestido de seda y escote, una faldilla de percal y un pañuelo al cuello. Pero, por debajo de unos y otros atavíos, los instintos son los mismos y los corazones arden igual. Por lo demás, mi vida trascurre dulcemente.

Una vaca mansa saliéndole al paso le hubiese hecho correr. Pensaba en su madre y en la prudencia de sus consejos. ¿No era mejor dedicarse a zapatero y vivir tranquilamente?... Pero estos propósitos sólo duraron mientras se vio solo. Al llegar a Sevilla sintió la influencia del ambiente. Los amigos corrieron hacia él para saber con todos sus detalles la muerte del pobre Chiripa.