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Actualizado: 22 de junio de 2025


El neblí que oye a su lado el volar de la garza y no acierta a verla, oculta por algún celaje, no padece más tormentos. Mi imaginación delirante se forjaba mil visiones de imposibles, que se gozaba en vencerlos a su antojo, y el placer más subido y engalanado, con los mágicos colores de los deseos, se me pintaba por último término en aquel cuadro fantástico.

Quise desvanecer el celaje que envolvía mi inteligencia haciéndome estúpido, y me pregunté si lo que acababa de presenciar era reproducción de aquella burla de mis sentidos que poco antes me había hecho ver una mano en un pedazo de papel y oír mi nombre en el chirrido de una puerta.

Y sus ojos parecían penetrar en la joven, como si quisieran escudriñar el alma; pero Pepita permaneció impasible, con ese sereno disimulo que no se aprende, que es instintivo en la mujer y se agranda con el amor. El amanecer era de verano, sin una nube en el cielo, delatándose la proximidad de la salida del sol con un celaje de color de sangre que apagaba el último parpadeo de las estrellas.

Y los rizos murmurantes de las hojas nuevas, y las resplandecías apacibles del cielo, y el olor generoso de la tierra, y toda la respiración misteriosa y profunda de la vida, repitieron en un solo acento, penetrante y firme: ¡Espera!... Ya la torre de Luzmela, un poco desalmenada, seria y noble, se recostaba en el azul sin mancha del celaje.

Un perfume agrio de escabeche y verduras mustias impregnaba el ambiente. El grupo de chiquillos que acosaba al trapero se dispersó al verle bien acompañado, ocultándose tras los primeros tranvías. De pronto, la mañana gris se iluminó con resplandores de oro. Rasgáronse los vapores blanquecinos; se abrió en el celaje un agujero de profundo azul, por el que pasó sus rayos el sol oculto.

Marineda, la Nautilia de los romanos, se envolvía en una clámide de tinieblas. En breve comenzaron a distinguirse algunas luces que oscilaban sobre la masa oscura de la población, y presto se cubrió toda ella de puntos lucientes como estrellas de oro en un celaje sombrío.

De las líquidas serpientes, las de espumosas escamas, los acentos, y las selvas y las fuentes y las hojas y las ramas y los vientos. Al celaje caprichoso que de mil raras visiones formas toma; y al arrullo cariñoso con que alegra a sus pichones la paloma. A la noche, cuyos duelos en su manto de topacios lleva escritos; amaremos a los cielos, amaremos los espacios infinitos.

Todo el paisaje, en la calma de la tarde abrileña, cantaba un hosanna de triunfo; y del celaje diáfano, de la vegetación lujuriosa, de las hiendas humeantes y de las glebas en oreo se alzaba en voz sin acentos, valiente y subyugadora, un férvido ¡aleluya! que a la niña de los ojos garzos le apresó el alma.

Le presentó Artegui en silencio el brazo, y ella, dudosa al pronto, aceptó por fin, caminando ambos automáticamente en dirección al hotel. La mañana, un tanto encapotada, prometía temperatura menos cálida y más grata que la de la víspera. Corría regalado fresquecillo, y tras del celaje brumoso adivinábase la sonrisa del sol, como suele columbrarse el amor al través del enojo.

Miraban siempre con ternura, lanzando sus rayos de ocaso melancólico en medio de un celaje de lagrimales pitañosos, de pestañas ralas, de párpados rugosos, de extensas patas de gallo. Dos presunciones descollaban entre las muchas que constituían el orgullo de Ponte Delgado, a saber: la melena y el pie pequeño.

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