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Actualizado: 21 de junio de 2025
Los Golfines paseaban en los días buenos; en los malos tocaban el piano o cantaban, pues Sofía tenía cierto chillido que podía pasar por canto en Socartes. El ingeniero segundo tenía voz de bajo profundo, Teodoro también era bajo profundo.
Pero el cielo sonreía con sus mil luces y excitaba a amar; las estrellas se miraban con amor unas a otras; los ruiseñores cantaban enamorados; hasta los grillos agitaban amorosamente sus elictras sonoras, como trovadores el plectro cuando dan una serenata; la tierra toda parecía entregada al amor en aquella tranquila y hermosa noche.
Tres hombres cantaban primero una estrofa; todos respondían con el estribillo, y luego tres mujeres cantaban otra, y así sucesivamente. Confieso que en aquella escena salvaje, pero llena del encanto de la fe y la piedad, encontré mas poesía y mas religión que en los cantos del vapor Bogotá.
Cantaban los niños, cantaban los ancianos, cantaban las mujeres. Y Ana, sin saber por qué, empezó a llorar.
Veía la corte de Valencia con sus poéticos jardines de Ruzafa, donde los poetas cantaban versos melancólicos a la decadencia del moro valenciano, escuchados por las hermosas, ocultas tras los altos rosales. Y después sobrevenía la catástrofe.
Un maestro de música formó un coro de primer orden, siendo cosa de oír y todo el Madrid elegante se regocijó de ello cómo cantaban salves y motetes por las tardes las infelices que pasaban trabajando todo el día.
Á sus dos compañeros, que por primera vez se hallaban en un castillo, les parecían aquellos gruesos muros del todo inexpugnables, y veían con asombro el número de centinelas apostados en puertas, murallas y almenas, sin contar los soldados del cuerpo de guardia situado cerca del puente levadizo, que limpiaban sus armas, cantaban ó hablaban con sus mujeres é hijos en el ancho pórtico.
Todos en un grupo, respirando el fresco de la noche, contemplando la luna que salía por la bóveda desgarrando jirones de nubes de forma caprichosa, cantaban a la vez o por turno y hablaban en voz baja, como respetando la majestad de la naturaleza dormida, con languidez del cuerpo y del alma. Don Víctor era más soñador que ninguno de los presentes.
Durante un instante el silencio reinó en la casa; en torno mío el vapor silbaba, las cacerolas cantaban, la sirvienta hacía gran ruido al limpiar los cuchillos, pero de repente se oyó, dominando todo ese ruido, un grito breve y estridente que no podía provenir más que de Marta. Temblorosa agucé el oído, y en el mismo instante papá se precipitó en la cocina gritando: ¡Agua!
Vió el valle, rubio y verde, sonriendo bajo el sol; los grupos de árboles; los cuadrados de tierra amarillenta, con las barbas duras del rastrojo; los setos, en los que cantaban pájaros; todo el esplendor veraniego de una campiña cultivada y peinada durante quince siglos por docenas y docenas de generaciones.
Palabra del Dia
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